miércoles, 12 de julio de 2017

La delicadeza - Natalia Castex / Pourquoi pleures-tu? - Benjamin Biolay

Estoy parada en la punta de un silencio de piedra
¿Qué pasa si detengo este minuto para siempre y se impregna el dolor?
Tengo que escapar de una larga fila de abrazos
No quiero que nadie me acompañe en ningún sentimiento.
Lo que se fue se queda
con un ramito de flores de plástico que
la intemperie de los próximos cinco años va a pintar de gris.
Lo que se queda se va
por un camino de polvos
de ladrillos y el crujir solemne de los pasos educados en la liturgia del lamento.
Lloro sobre el abrigo de Paula, sobre su pañuelo azul con hilos de cielo
Lloro porque de la muerte no se vuelve ni en canciones
El universo es indiferente.

Natalia Castex


jueves, 6 de julio de 2017

Blues de Gabi - Juanci Laborda / Soñando por mí - Antonio Birabent

Varias de las chicas más lindas del colegio habían pasado tardes enteras en mi cuarto. Ojalá eso hubiera significado otra cosa aparte de que abusaban de mi generosidad. Iban para que les grabara música. Yo tenía una vasta colección que constaba de más de 50 casetes originales, casi 600 cintas vírgenes grabadas por un primo mayor que trabajaba de operador en la trasnoche de una radio, y la colección completa de rock nacional que trajo Revista Noticias.
Entre las inseguridades propias de la adolescencia, yo tenía una única certeza: me sabía feo. No feo-feo, sino más bien de belleza media-tirando pa’ fulero. Si yo era un pavo real de plumas grises, la música resultaba para mí unas luces de neón que decoraban mi cola. Gracias a ella en los recreos las chicas me daban la misma cantidad de charla que a los galancitos del colegio. Pero todavía no había podido capitalizar mi único atractivo. Hasta entonces ni siquiera había besado a una chica. Muchos de mis compañeros ya habían tenido una primera novia, presumían de alguna conquista en el matiné, o inventaban la historia de la vez que se hicieron hombres.
Me gustaba toda la música, pero había un tipo de sonido que me volvía loco: los solos de guitarra eléctrica. Entre más chillones resultaban mayor euforia me producían en mi ritual de imitar los movimientos en un instrumento hecho de aire, imaginación y magia. No tenía una banda o canción favorita, escuchaba temas de Vox Dei y los Rolling Stones, hasta el último tema de Pappo o Ace of Base.

A Gabi la conocí gracias al cumpleaños de una prima quinceañera que nunca vi. Había llegado a San Luis desde Morrison —pueblo del que desconocía su existencia hasta entonces,— para que mamá le hiciera el vestido de fiesta. Al entrar a casa y verla quedé embobado. Jamás había visto a una muchacha tan bonita y el destino caprichoso me la ponía en frente, bajo la cinta métrica de mi vieja. Aunque no molestaba, mamá pidió que desapareciera, que no embromara, que me fuera al dormitorio a escuchar música. Obedecí, en parte por no desafiarla, pero también porque chocarse con una hermosura como la de Gabi merecía tener una banda de sonido. ¿Qué escucharía una chica así? Supuse que algo angelical y lo más parecido que tenía a eso era un casete de los Boyz II Men. Apenas sonar la segunda canción esa belleza de mujer se posaba en la puerta de mi cuarto, tímida y curiosa, mientras mi vieja acomodaba géneros sobre el busto de un maniquí. Le pregunté si le gustaba lo que había puesto y dijo que sí. Ahí supimos nuestros nombres y me contó de ella, que era de ese pueblo cercano a Córdoba, que escuchaba poca música, que el pueblo no tenía ni disquerías ni radio, que la música nueva llegaba en las noches claras en que podía sintonizarse una FM de Villa Mercedes —la ciudad más cercana—, que los chicos de nuestra edad los fines de semanas alquilaban una trafic y se iban a bailar a algún pueblo vecino, y que le gustaba la música romántica, Mariah Carey, los lentos de Bon Jovi y de los Back Street Boys.

Volvimos a vernos una semana después, cuando tuvo que regresar para hacerse las primeras pruebas. Para esa ocasión le había preparado un casete de regalo con los mejores lentos de mi colección. Esa tarde, mientras mamá trabajaba, la pasamos en mi cuarto. Ella embelesada por todos los sonidos y echada en mi cama —que oficiaba de sillón— y yo, que no podía parar de hablar, pasando tema tras tema en el grabador y contando la historia que había detrás de cada canción.
Unos días más tarde recibí una carta desde Morrison diciéndome que el casete había sido el mejor regalo que le habían hecho jamás. Desde aquella fecha empezamos a escribirnos un par de veces a la semana. En sus cartas me contaba de los preparativos para el cumpleaños de la prima y de la vida de algunas personas del pueblo que jamás conocería. En las mías le comentaba las novedades musicales o les transcribía algunas letras. Estaba loco por ella, pero nada le decía en nuestra correspondencia, me sabía enamorado por primera vez y el miedo al rechazo era más fuerte que el sufrimiento por callarlo.
La siguiente vez que nos encontramos, que era para cuando el vestido debía estar terminado, podía ser la última vez que nos viéramos. Mientras mi vieja le daba las últimas puntadas, Gabi como siempre se arrimó hasta mi dormitorio. De fondo sonaba Laura Pausini cuando, tartamudeando con voz finita y poseído por un coraje desconocido en mí, le pregunté si quería ser mi novia. Pareció no escucharme, su espíritu flotaba por la habitación con los altos de la italiana, y cuando creía que su silencio era la respuesta y empezaba a sumirme en la onda tristeza del desamor con voz bajita dijo que sí, que sí quería. La tomé de la mano y pasaron varios minutos hasta que nos animamos a besarnos.
En condición de novios apenas nos vimos dos veces.

Los precios prohibitivos de las llamadas de larga distancia hacían que todo lo nuestro se sostuviera en lo postal y en nuestra imaginación de cómo debía ser un amor ideal con banda de sonido.
Aunque había sido una partícipe ausente en nuestra historia, y según contaba en las cartas ella quería conocerme, la prima no me invitó a su cumpleaños, detalle que me molestó pero nunca le confesé.

A unas semanas de haber empezado todo, Gabi viajó un sábado para visitarme. Pasamos toda la tarde encerrados en mi cuarto escuchando música y besándonos. Esa vez experimentamos cómo era hacerlo con lengua. Después de cenar con mis viejos salimos a un bar céntrico a tomar algo. No hay manera de explicar la cara de todos los pibes, los que me conocían y los que no, cuando me vieron acompañado de una chica de la belleza de mi novia. En aquella ocasión, por primera vez en toda mi adolescencia, dejé de sentirme feo... era el rey del mundo. Pasamos toda la noche a licuados y cocas en distintos bares que frecuentaban los chicos de nuestra edad, y ya de madrugada la acompañé hasta la Terminal para que se tomara el colectivo de vuelta a Morrison.

Tres semanas más tarde viajé yo. Llevé cuatro casetes: tres grabados especialmente para mi novia con lo que sonaba en las radios de San Luis, y uno con mi música de guitarras chillonas.
Morrison se trataba de un pueblo de unas pocas manzanas construidas alrededor de una única plaza. Me sorprendieron dos cosas: la primera, la cantidad de autos último modelo que circulaban por sus calles, detalle que me resultaba inentendible ya que a un lugar tan pequeño unos pocos minutos alcanzarían para atravesarlo a pie de punta a punta. La otra, la cantidad de gente bonita que había, nada que ver con la imagen mental que uno tenía sobre un pueblo en el medio del campo. La rutina que Gabi había preparado para mi visita era la misma que cuando la recibí, con la diferencia de que el único colectivo diario a San Luis pasaba a las 12 del mediodía, por lo que esa noche iba a tener que dormir en el sillón del living. Sus padres no tenían ningún reparo en que me quedara, sabían cómo era la rutina de los visitantes.
Cuando oscureció, antes de ir al único bar de Morrison, bar que frecuentaba la fauna de todas las edades, dimos una caminata por las periferias del pueblo. Como atractivo turístico me señaló la casa de un tal Cross, un tipo que había sido un modelo famoso en los setenta y que supo ser novio de un diseñador importante. Allí abrigados por la oscuridad de un farol roto, apoyé a mi novia contra la pared y la besé tanto y tan fuerte que se nos irritaron los labios… y suave y muy a la pasada le toqué una teta, la primera teta a una chica de mi vida. En el bar todos conocían a Gabi y tuvo que presentarme, contar quién era, qué hacía, cómo nos habíamos conocido, a qué se dedicaba mi familia y hasta cuándo pensaba quedarme, más de una veintena de veces. Disfrutábamos de nuestras gaseosas tomados de la mano cuando llegaron ellos: los afirmadores de realidad. Ya desde varios minutos antes en todo el pueblo se sintió el retumbe de su música electrónica, pero cuando la trafic se estacionó frente al negocio y bajaron los promotores de un boliche nuevo de Villa Mercedes, supe que algo malo iba a pasar. Yo no sé qué fue, si su sonido moderno o su aspecto de chicos bonitos con remeras a la moda apretadas al cuerpo, pero luego de que Gabi recibiera la tarjeta de invitación ya no volvió a mirarme igual. Desde ese instante esquivó cualquier intento mío por demostrarle afecto.
Nuestra salida se hizo corta. Apenas introdujo la llave en la puerta de casa le puso fin a mi incertidumbre con un hachazo al corazón: no sé qué me pasa, quiero que nos tomemos un tiempo. No me dejó decir ni responder nada. Se metió rápido y apenas hubo cerrado, sin despedirse, se encerró en su cuarto. Toda esa noche lloré sigilosamente en el sillón, herido en mi orgullo porque la aparición de un puto promotor de boliche había corroborado mi fealdad y la indignidad a una chica bonita como Gabi.
El ruido de la actividad familiar nos puso en pie temprano. Mi ahora ex novia evitaba hablarme, pero en cambio muy espaciadamente se mostraba buena anfitriona arrimándome un mate desde la cocina. Tener que esperar el colectivo luego de una derrota así, en condición de visitante, resultaba muy humillante, y cada minuto que pasaba era un gol más que recibía. Para que me entretuviera, Gabi señaló el minicomponente del living y dijo que si quería podía entretenerme poniendo música.
Soporté lo que faltaba haciendo una patética pantomima de tocar en la guitarra los riff de Spinetta, Rata Blanca, Pappo y otros artistas nacionales. En algún momento, faltando apenas un rato para la llegada del cole, la culpa derritió un poco del hielo que le impedía verme sufrir y preguntó cómo me sentía y si algún día podría perdonarla. Estaba destrozado, enojado con el mundo, con todos los promotores de boliches y también conmigo mismo; y no, no iba perdonarla, aunque sabía que ella no tenía la culpa de haberse dado cuenta de que era feo. El poco orgullo que me quedaba me impedía confesárselo. Cuchá esta canción, le dije, tiene un solo buenísimo. Empezaba a sonar “Soñando por mí” de Antonio Birabent. Para desgracia mía la industria musical dice que los solos de guitarra van al final de cualquier canción de 4 minutos, y que deben ser precedidos por un poco de letra y un estribillo. Cómo querés que me sienta hoy / en un túnel que no tiene final / Cómo querés que te mire hoy / si cuando te veo sólo quiero escapar / y ahora seguí mi amor, seguí, soñando por mí... ¡Maldito, Birabent! ¡Buchón y mal tipo! Si en ese pueblo de morondanga jamás habían escuchado tu música, qué necesidad tenías de hacerme quedar como un pelotudo y un arrastrado, qué te costaba decirle a mi ex que ella se lo perdía, que yo me iba a reponer —aunque fuera mentira— y que iba a conseguir una novia más buena y linda que ella —aunque eso fuera imposible— porque el rock’n’roll will never die. Gabi me miró, o creí que me miraba así, como si mi dignidad no valiera gran cosa.
El colectivo arrancó y cuando desapareció por la ventanilla no volví a verla nunca más.

Unos meses más tarde entró al colegio Lucrecia, de quien me enamoré furiosamente y no fui correspondido, pero ya no volví a pensar en Gabi.

Juanci Laborda