miércoles, 28 de septiembre de 2016

Con vos al espacio - Angie Pagnotta / Convoy - Gustavo Cerati

Después, nos fuimos. Subimos al tren y recién a la media hora de iniciado el viaje, nos abrazamos y nos dimos cuenta de algo: todo había quedado atrás: los terceros, los planteos, el trabajo, los apuros por dejar todo prolijo y los conflictos que de rebote nos salpicaron: todo; todo, detrás. Nos mantuvimos abrazados un instante y nos tomamos de la mano y ese acto — prácticamente involuntario—, se estableció como símbolo de no soltarnos más, de no volver a retroceder.
Observamos el paisaje. Respiramos aquel aire de salvación y de vida, pusimos música en nuestros oídos y nos dejamos abrazar por el tiempo y el movimiento del vagón que iba a una velocidad indescifrable. Al mirar por la ventana, vimos témpanos de verde, pradera, montañas, desniveles de texturas y un cielo inmenso, precioso, que rompía con sus rayos cada centímetro de tierra roja, dejándola molida. Algunas horas más tarde nos pusimos a conversar sobre lo ocurrido; sobre ese fantasma que se había vestido de negro y que, finalmente, había quedado a kilómetros luz en el pasado. ¿Te das cuenta de todo?, pregunté.  La paz había llegado. Ya no nos opacaría más aquel loop de ausencia que tenía que ver más con la muerte que con la vida o el amor.  También hablamos sobre el presente —el único tiempo que verdaderamente importa— en cómo nuestro ahora se había construido de esta forma y en cómo se había dado nuestro universo, pero —sobre todo—, en cuan vital había sido confiar en nosotros mismos y en lo que sentimos, porque ese “pequeño” paso había sido el motor de encuentro con la verdad. Lo que estábamos viviendo era un reflejo de lo que habíamos deseado y de aquello que necesitábamos para afianzar aún más nuestros pies ¿y qué otra cosa se necesita para volar, más que el amor? Ante el arrebato de felicidad nos besamos y nuestros labios, como galaxias, estallaron. Nubes de colores se desprendieron por nuestras bocas y mil planetas desprendieron sus volcanes sobre nosotros; todo se tiñó de mil texturas y los destellos de cielo quedaron flotando en el aire.
Próxima estación, anunciaron por el altavoz, y nosotros estábamos más allá de las estrellas. Con vos hasta lo más lejos que exista en el camino, le dije a Tommy en el oído, y de la mano caminamos más fuertes que nunca, más enteros, más unidos.
Angie Pagnotta



domingo, 25 de septiembre de 2016

Corazón de piedra - Pablo Martínez Burkett / Under The Make Up - A-ha

Capa tras capa, la sucesión de eras geológicas nos engulle con su industria. Insensible pero eficaz nos convierte en indistinguible piedra. Hasta el viento ha olvidado nuestros nombres. Pero no somos inocentes. Dejamos el corazón en un simulacro de vida. Fiestas, diversión, locura. Hacer lo correcto para la gente correcta. Hacer lo que hay que hacer. Las fotos en las revistas todavía nos retratan: la sonrisa falsa, el vestido de moda y miradas de aerolito. El lado oscuro de la Luna exhibido sin pudor. Y creerse alguien y ser nadie. Ni el vértigo de ir a ninguna parte logró disimular la angustia del fin.
Te dejé hacer lo que quisiste. Quedarte, irte. Estar, desaparecer. Ser lánguidamente intensa en los brazos de otros. Inexcusablemente fría en los míos. Ya ves, sigo copiando tu manía por los adverbios. No es la única que me quedó. Antes, yo te cocinaba spaghettis a las 3 de la mañana. Antes, comíamos a carcajada limpia en la cama. Antes, estabas lista para volver a empezar. Antes. Eso quería yo. Ser el explorador de toda tu geografía, el sustento de todas tus almas. Una vez más, como antes. Yo quería ser un hombre que ama a una mujer. Solo eso pero vos querías ser… ya no sé qué.
Esa noche volviste con el rímel corrido. No me importó. Creí que aún podía hallarte bajo el maquillaje. Quise tocarte, acunarte. Quise prometerte que todo iba a estar bien, como ayer. Pero te reíste de mi ternura. Te burlaste de mí. Siempre supiste cómo lastimarme. Pero esta vez las saetas fueron crueles hasta la enajenación.
Una piedra te guarda. Una casa de piedra me hospeda. El tiempo ya está moldeando nuestro olvido.
Pablo Martínez Burkett

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Todos los espejos un muerto - Pamela Terlizzi Prina / Las calles están ardiendo - M Clan

Hay muertos en todos los diarios. Los muertos no respiran, no les pasa aire por ninguna cavidad. Se enfrían. Los muertos se multiplican con las hojas de los diarios, hay uno por hoja, uno por diario, uno por día. Los diarios sangran muertos de a palabras y ventanas rotas. Los diarios se desangran de noticias, se quedan apenas papel, miran los huecos por donde se van las cosas que dicen los muertos de las noticias que dicen los diarios y hoy revientan y yo lloro. Lloro frente al espejo. Soy de las que lloran frente al espejo y se miran los ojos llorando. Todas las mañanas que me miro al espejo sale un diario y alguien muere. ¿Quiénes son los muertos de los diarios? Porque me duelen en los ojos que me miran fijo, sin solución. Me arden los muertos. Me arden aunque no sepa sus nombres. Me queman las oportunidades muertas, las libertades muertas, los animales olvidados, los derechos enflaquecidos, las bocas, las uñas, las rodillas, los pelos erizados de miedo, los muertos de miedo, el miedo, los muertos. Soy de las que lloran frente al espejo después de limpiar la palabra muertos en el vidrio empañado, mirándome la sospecha del rimel mal lavado con jabón blanco. Y también los poros muy abiertos, como las fosas. Por las fosas me entra el principio del llanto. Se me llena la nariz del origen del llanto, me abre los lagrimales que estaban ignorando la convulsión. No debería haber respirado tan hondo, pienso. Quisiera poder dibujar una flor en los bordes todavía empañados, o escribir el nombre de mi hija, o poner no hay muertos, es mentira, no llores. Pero los bordes son muy chicos y ya se me llenan los maxilares de llanto. Soy esa que llora los muertos frente al espejo, matando neuronas en el seso blando sometido a presión. Me duele un país entero adentro de la nariz, se me queda atorado y no hago más que lo que hace el espejo. Me arranco una cana para distraer los muertos que se me trepan. Los de los diarios. Los de cada mañana. Los míos. Es que me la paso arrastrando los muertos de los diarios. Me quedan grandes: no los revivo, no les doy justicia, no les mato la amargura en la lengua, no los abrigo, no les leo, no los pinto con témpera, no les pongo música. Soy tan inútil. A los muertos de los diarios yo los lloro frente al espejo. Hoy salgo en el diario, me dicen.
Pamela Terlizzi Prina

domingo, 18 de septiembre de 2016

Por qué hay una canción de Frank Zappa que me hace llorar - Analía Pinto / St Etienne - Frank Zappa

Cuando empecé a escuchar a Frank Zappa, Él (el protagonista masculino de mi novela autobiográfica) no existía aún en mi vida. Yo tenía trece o catorce años, los suficientes ya para ser una de esas melómanas irredentas que devoran música como poco más tarde devoraría libros. Esos trece o catorce años también eran suficientes para escuchar Radio Bangkok, el inmortal programa de Lalo Mir y compañía en Rock N’ Pop. Siempre pasaban “Bobby Brown goes down” (que bien puede caratularse como el único hit de FZ, en el sentido de “canción muy escuchada en las radios mainstream”) y alguna vez creo que la versión de “Stairway to heaven”, pero no estoy segura. Puede que se trate de uno de esos falsos recuerdos, con los que a nuestra mente le encanta jugar.
Pero los años pasaban y hasta ahí llegaba mi conocimiento del monstruo de los ingenios musicales. Si Lope de Vega fue el monstruo de los ingenios literarios, FZ bien puede serlo de los musicales, habida cuenta de su larga producción discográfica, imparable hasta hoy día, a pesar de la supuesta desventaja que representaría el hecho de que haya muerto en 1993. Los años pasaban y entonces llegó Él a mi vida, que era músico, que era hermoso, que nunca era mío, que después se casó con mi (ex) mejor amiga. Llegó Él y además de su belleza indómita y su pelo largo trajo a FZ de nuevo a mi vida. Y mientras más nos frecuentábamos, más lo escuchaba yo a FZ al tiempo que lo escuchaba a él y me enamoraba más, si acaso era posible (no era posible, no, enamorarse más de alguien).
Y un día Él me prestó uno de sus discos, The best band you never heard in your life, un disco presuntamente en vivo, pero no, porque en realidad es la prueba de sonido (o así cuenta la leyenda), y tiene, sí, aquella versión de “Stairway to heaven” que yo creo haber escuchado en Radio Bangkok, pero no puedo asegurarlo, y la versión de “Purple haze” y además el “Bolero” de Ravel. Siguiendo en el tiempo y siguiendo el hilo (¿rojo, azul, violeta?) de nuestro amor prohibido empecé a escucharlo todavía más seguido a FZ, cada vez que iba a su casa y él ensayaba su versión de “Zoot allures”, que es, que hace por lo menos quince años es, uno de mis temas favoritos de FZ. Y también nos reíamos a coro de las letras desopilantes de FZ, también nos atisbábamos aunque estuviera prohibido, también queríamos irnos juntos y muy lejos a escuchar FZ tranquilos, aunque todavía nadie dijera nada.
Entonces un día alguien lo dijo, quizás Él, quizás yo (sin decirlo), y FZ se transformó en santo y seña, en una de las cosas que “nos unían”, en otra forma de gustarnos y desearnos, en parte integral de nuestro mito, de nuestra burbuja, de la cosmogonía privada que instantáneamente fabrican dos que se aman. Y un día Él llegó, como siempre llegaba, de noche, tarde, escapado (del trabajo, de su mujer, de su banda) y me regaló los CD de 200 motels y de Sheik Yerbouti y también el disco con su propia música, donde la tantas veces ensayada versión de “Zoot allures” se había al fin corporizado y sonaba incesante como el vibrato de su guitarra en mi habitación de poeta y amante. Después hubo peleas, separaciones, distancias, y luego regresos, reconciliaciones, promesas y FZ siempre estaba.
Y allí seguía estando cuando todo hizo eclosión, cuando llegamos al punto en el que Él dijo la verdad, dijo que me amaba a mí, que siempre me había amado a mí, que se iba, al fin, a separar (y yo dudaba y no creía y pensaba porque yo había salido de testigo en el civil y cómo creer y cómo no dudar pero cómo no creer si Él me lo dijo y luego fue y lo hizo) y una de las tantas noches que entonces vivimos se vio coronada por una canción de FZ a la que hasta entonces no le había prestado mayor atención (¡son tantas! ¡hay discos que todavía no los escuché enteros!), pero que a partir de ese momento se convirtió, todas las veces que la he escuchado, en un fuego que me empuña, en una brasa que me envuelve, en una lágrima ardiente y viva.

No, no es el tipo de noche que seguramente se están imaginando. Aunque de esas hubo muchas antes y después y mucho después de ese momento, pero no. Aquella noche habíamos estado hablando por teléfono varias horas. Esta circunstancia se producía porque mi (ex) mejor amiga pasaba, por su trabajo, todo un día fuera de su casa y Él aprovechaba entonces para “escucharme” (a Él le encantaba escucharme). Y mientras nos escuchábamos tanto, Él deslizó una propuesta delirante: “vení a casa, ahora”. Porque Él era así. Quería algo y lo quería ya. Y yo era peor, porque luego de las negativas de rigor, dije “está bien, ahora voy”.
Y fui.
A la casa donde Él todavía vivía con mi (ex) mejor amiga, aunque ya le había dicho o estaba por decirle que nosotros, etc. A la casa donde él tenía sus instrumentos, a la casa desde donde él todas las mañanas me escribía que me amaba, por las tardes me llamaba y me lo seguía diciendo y por las noches componía y ensayaba su música loca y excelsa (salvo las noches en las que practicaba sus arpegios con mi cuerpo y con la tonta de mi alma). Fui al lugar donde nunca tendría que haber ido, al lugar donde yo no pertenecía, pero el caso era que nunca había querido más que pertenecer a ese lugar.
Cómo no ir. Por qué ir. Para qué ir. Para qué fui.
Preguntas que todavía no logro contestar aunque han pasado casi diez años desde esa noche.

Esa noche, entre susurros y peleas, entre sus instrumentos y sus hijos que dormían en la otra habitación, una de las tantas canciones que sonó fue esta: “St. Etienne” de FZ. Esa a la que hasta ese momento yo no le había dado mucha bola. Esa que desde entonces y ahora y para siempre no puedo escuchar sin largarme a llorar.
Analía Pinto

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Serenata rap - Sebastián Chilano / Serenata Rap - Lorenzo Jovanotti Cherubini

¿Es real el video? Es la primera (y tal vez única) pregunta que vale la pena. En la veracidad de las imágenes se encierra lo que vende el video. Si el cantante es sincero, si el amor que pregona es real, debe estar sentado en ese andamio: solo, primero, y después con toda su banda. Si no es sincero, si es un montaje, si el andamio estuvo a unos centímetros del suelo en un estudio y no hubo riesgo más allá del moretón, chamusque, golondrino o hematoma pasajero, entonces todo es falso: la canción, el amor, el año mil novecientos noventa y cuatro. Todo. Este video no muestra al hombre en la luna ni al bueno de Billy Corgan subido a un camión de bomberos cantando Perfect para ponerle el cierre a la historia y los personajes de un video anterior, no, en este video un hombre canta algo así como rap y en italiano y eso lo convierte todo en un recuerdo tan inverosímil como vergonzoso, por eso lo único que puede salvar el pasado es la realidad: si estuvo ahí, a tantos metros de altura, sentado junto a un guitarrista acomodado en una posición posible, jugando con la tentación de la caída, entonces la canción vale, la canción es real y habla de amor. No importa que en su composición del tema no haya existido la idea del video (o sí, no interesa) estamos hablando de los noventa y en los noventa no había música sin videoclip. Los artistas tenían que hacerse cargo tanto de la música como la letra y la imagen. Si R.E.M cantaba if you believe, they put a man on the moon, si Billy cantaba we are reasons so unreal, más vale que Jovanotti (haya estado) esté subido a ese andamio, y la ropa en los balcones y los pocos curiosos asomados sean reales, de lo contrario los noventa se nos presentan como un invento, una trampa, miel para osos, una banda sonora, una matrix fallida, la canción de cuna que nos adormeció, y no ese pasado perfecto que insinuamos pudo ser.
Sebastián Chilano

domingo, 11 de septiembre de 2016

El alma que canta. Un folletín judío y porteño (Fragmento) - Silvia Horowitz / My Yiddishe Momme - Regine Zylberberg

Por fin habían juntado para los pasajes y habían mandando el dinero. Un alivio para Leo: se acababan los tironeos con su hermana y su cuñado, por un lado, y con Rosita por el otro. Abraham era un amarrete, un roñoso. Rosita se lo decía y era verdad. Pero ellos tenían una excusa válida para retacear los aportes: tenía que traer a su madre y tres hermanos menores. La prioridad la tenía su propia familia frente a la de la esposa: era razonable. Feigue ya no se daba esos lujos de las primeras épocas. Ya no le hacían falta tanta cartera y zapatos combinados, tanto sombrerito con plumas y moños. Ahora que tenía su casa y su familia (un marido y esa hija que había llegado demasiado pronto y que daba tantos gastos no previstos ni deseados), Feigue se había vuelto una mujer ahorrativa. Y eso le espetaba a Leo. Que él juntara para traer a los padres, ya que Rosita tenía a su familia acá, a salvo de la amenaza nazi. O no era el hombre de la casa, preguntaba malignamente. Pero Rosita también tenía derecho a exigir. Si se había casado con ese hombre que no le gustaba, no era para seguir padeciendo privaciones. Y mucho menos para que se les negaran a los hijos esas cosas que ella no había podido tener. Tanto esfuerzo para traer a la suegra. Y ella, ¿qué? ¿Tanto necesitaba Leo a la madre? Bien que se podía vivir sin madre. Que le preguntaran a ella si se podía…
   Pero ya habían reunido toda la suma y los padres de Leo tenían su pasaje. Partirían de Danzig en el vapor Atlantis, el día 5 del mes próximo. Rosita pasaba el plumero por la foto de sus suegros, a los que pronto conocería. Una foto un poco vieja ya, con la pareja más o menos de la edad que ella y Leo tenían ahora. Ella de pie, bajita y regordeta, con ese vestido ajustado que dejaba adivinar el padecimiento de las carnes opulentas constreñidas por el corsé. Bajo el pelo tirante y recogido en un rodete, una cara cuyos rasgos se parecían tanto a los de ambos hijos menores, Leo y Feigue. El marido, un hombre alto y de porte atlético, estaba sentado en un sillón que parecía demasiado bajo para sus largas piernas. Estiraba hacia el fotógrafo una cabeza nerviosa, y los bigotes, atusadas las puntas hacia arriba por algún artilugio cosmético, aumentaban la sensación de tensión, de vibración expectante hacia el futuro. Un futuro que estaba allí, en América. En esa Buenos Aires del 39, donde la vida era dura pero la gente laboriosa progresaba. Ya se sentía en el aire la proximidad de la primavera y Rosita estaba de un desusado buen humor. Quizá el tónico que estaba tomando para sus eternos desarreglos digestivos estuviera surtiendo efecto. Y el plumero era como un pájaro extasiado que revoloteaba de un mueble a otro, de una foto a otra, liviano en la brisa que entraba por las ventanas abiertas. Sería por eso que se puso a tararear “Palomita Blanca”, un valsecito que hablaba de anhelos, distancias y ausencias.
   Leo la escuchaba y sobre su alegría se crispaba el rictus de un temor presentido. ¿Cómo se llevarían su mujer y sus padres? Rosita era una chica difícil. Ese matrimonio ya no le parecía tan conveniente como lo juzgó al principio. Lo que pasaba era que se había encariñado con esa mujercita flaca, caprichosa y arisca. Cuando no estaba en la casa, extrañaba su voz atiplada brotando en tangos y valsecitos desde todos los rincones. Y extrañaba su cuerpo en la cama, cuando se le negaba. Además, era la madre de sus hijos. Pero vivir con ella era una lucha permanente. Esa tarde disfrutaba del raro milagro de que estuviera contenta. Mejor no dejarse invadir por las preocupaciones. Hoy lo único cierto es que sus padres ya tienen el pasaje y una fecha cierta de embarque. El vapor Atlantis saldrá de Danzig el 5 de septiembre de 1939.

   El sábado 2 de septiembre ya no cabe duda: el titular del diario es inequívoco. “Danzig anexada al Reich”. El vapor Atlantis ya no saldrá el 5 rumbo a Sudamérica. Es sábado y León tiene un impulso: ir al shil, él que lleva años sin respetar el shabat. Nada se sabe de los judíos atrapados en el territorio ocupado por los nazis. Nada sabrá nunca más León de sus padres. Hipótesis y
 conjeturas. Después de la guerra, un paisano le asegurará haberlos visto en el Ghetto de Varsovia. Otro le dirá que no, que los viejos no fueron deportados sino asesinados en el mismo pueblo: quemados vivos en una gran hoguera en medio de la plaza, para no desperdiciar balas. Otra sobreviviente afirmará que murieron años después en las cámaras de gas de Auschwitz. De un modo u otro, nunca llegarán a América. El gesto inquisidor del hombre de la foto se estrellará en algún lugar ignoto, y nunca se juntará con su respuesta en el futuro. De todos modos, la primavera comenzará, como todos los años, en Buenos Aires, el 21 de septiembre. Y florecerán los geranios y las santarritas, y las noches se llenarán del aroma sensual de los jazmines del país. Y las hortensias abrirán sus pompones lilas en los jardines de las casas donde no haya muchachas solteras, ya que (como todos sabemos) donde crecen las hortensias las mujeres no se casan. Los jacarandáes desplegarán sobre las veredas sus doseles azulinos, como queriendo competir con el cielo. Pero los padres de Leo no lo verán, no verán la primavera en Buenos Aires. Y Leo sentirá, aún sin confirmación, el dolor de la pérdida en su corazón. Y Rosita, cosa extraña en ella, se apiadará, porque es muy triste perder a la madre.
“Una madre judía,
no hay nada mejor en el mundo.
Una madre judía:
¡Ay! ¡Qué amargo si ella falta!
¡Qué linda y luminosa está la casa
cuando está la mamá!
¡Qué triste, qué oscuro se vuelve todo
cuando Dios se la lleva con él!”
Leo toca la canción en el piano, y lo golpea un poco más que de costumbre. Sin embargo, la nena que anda por ahí con sus muñecas, igual oye ese ruido de mocos sorbidos y suspiros  ahogados que hace la gente grande cuando llora para adentro.
Silvia Horowitz
El alma que canta. Un folletín judío y porteño. 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Julio se vestía tan bien - Cocó Galli / Bossa & People - El Kuelgue

Julio se vestía tan bien que no daban ganas de desvestirlo. De mirarlo, sí. El brillo gamuzado de sus sobretodos, los cuellos con apresto de sus camisas, la suavidad de las chombas de algodón satinado, el peso y aplomo de la tela de sus pantalones, la pulcritud de sus puños con gemelos. Cuando viajábamos, su auto era tan cómodo y veloz que rara vez nos deteníamos a mirar los paisajes. Además su equipo de música era tan bueno y su pinacoteca tan amplia que no daban ganas de hablar. De leer sí, porque Julio tenía todos los libros, aunque era difícil encontrar un cuaderno en blanco. Cuando salía a pie sus zapatos hechos a medida lo llevaban y traían siempre por las mismas veredas. Un día encontró un bache y se aturdió. Así y todo yo era incapaz de darme cuenta por qué lado venía, o por la buena goma de su calzado, o por el silenciador del auto o por el perfume, ya que el usaba cada día un perfume distinto. Atribuyo también a su calzado que me pisara siempre al bailar. El día que pasó a buscarme por la playa desnudo, mojado y a pie, no lo reconocí y me fui con Pedro.
Pedro se vestía tan mal que daban siempre ganas de desvestirlo. Era urgencia llegar a esa piel sin verano, de descubrirle los pliegues, los cierres, los botones, los que estaban cosidos y los que no. Urgencia de la textura aterciopelada del modo de usar su voz. Pedro era una canción, pensaba y se movía como una canción, llegaba al alma como una canción.
Pedro no era bailarín, él era la canción que me hacía bailar. No lo sabía él aun. Yo sí. Mis orejas me lo pedían. Y mi nariz. Pedro no olía a teorías, olía a cada paso dado y a la verdad de su voz que se iba siempre transformando. Pedro rodaba la vida y, aún con gomas emparchadas, viajar con él era descubrir la virilidad de todos los paisajes. Yo quería sus pies, sus manos y su voz. Yo, más que su boca quería su aliento. ¿Es acaso otra cosa un hombre? Siempre fui ambiciosa. Él tenía los bolsillos cargados de risas húmedas y en el bolsillo interior de su chaqueta un espacio donde acurrucar toda mi vulnerabilidad. Su casa eran el mundo y sus amigos, él tenía las puertas… las hojas en blanco… los pies firmes… las manos blancas… la voz sin miedo… los ojos del alma. Y ahora también me tenía a mí.

Cocó Galli

domingo, 4 de septiembre de 2016

En francés - Claudia Aboaf / La fée - Zaz

Otra vez en détention, parada un pie junto al otro en la exacta mitad del patio, encima de la rejilla de hierro que cubre la alcantarilla. Un hilo de agua que desliza la pendiente del suelo liso cae en el hueco debajo de mis mocasines.
Es la tercera vez que luego del almuerzo feo, obligada a tragar el puré de zapallo a cambio de evitar otra clase de penitencia, escapo por el pasillo de madera de barco y subo la escalerilla para visitar al esqueleto sujeto a la pared con tornillos. Los huesos pies colgando, tecleando los dedos al menor viento como tic toc secos.
Siempre me demoro intentando ingresar mi cabeza al esqueleto por las costillas. Subida en una silla pruebo torcida entrar al tórax de ballena de este hombre gigante. Debe haber sido un hombre con pecho proa de barco.
Este colegio ocupa un edificio igual al de los “déficient mental” a quienes no hay que mirar, nos dicen, pero ellos trepan y de verja a verja nos saludamos. Chicos que saludan en algún lenguaje. Mi colegio es en francés. Todo en francés y no hables el idioma de tu casa porque la vara puntero negro pica sobre tus dedos. O monsieur Delon te descubre riendo mientras todos cantamos solemnes el himno de Francia en karaoke con la cinta traída de Francia. Es que una rata camina en el cable de luz, hace equilibrio y se resbala, se ataja sin caer con los dedos rosados y es un número de circo para los más de cien que balbuceamos “A les enfants…” de esa patria, y Delon te sujeta de los tobillos, te levanta cabeza abajo. Te meás de arriba hacia el pelo, o vomitas la leche de la mañana.
Ese hombre esqueleto francés al que visito, que trajeron de allá como un Depardieu ya seco, es mi refugio. Allí dentro soy un hombre francés. La próxima vez, planifico, pienso en castellano silencioso para que no sumen más horas a mi detención de patio; la próxima alcanzo las clavículas y sobrepaso el esternón blando. Anido la cara en el hueco debajo del mentón prominente.
Entonces soy un hombre gigante y francés. Y ni Delon ni mi padre ni el puré amarillo se atreverán a entrañarme como cuando era una niña.
Sigo parada con los muslos pegados y las medias azules que se rozan en los tobillos. Entre los mocasines veo el hueco infinito oscuro que se hunde en la tierra cubierta por el patio duro. Ya nadie mira subido a la verja.
Algún élève me espía desde una u otra ventana de las aulas. Ven una nena rosada, la tela tableada y el cuello redondo blanco, las medias azules. No ven al gigante de huesos ásperos que llevo de armadura. Ahora el sol blanco de media altura comienza a darme frío.
Claudia Aboaf