lunes, 26 de junio de 2017

El tiempo es veloz - Norberto Gugliotella / El tiempo es veloz - Pedro Aznar, David Lebón

No tenés que llegar tarde. Ya te lo avisaron. No podés llegar tarde. Una vez más y te tenés que buscar otro trabajo. Estás con tiempo, no demasiado. Sin pensar en otra cosa que en llegar temprano y en la cara de tu jefe bajás la primera tanda de escalones. Seguís. Un pie, otro pie y salto breve, llevás el ritmo perfecto que fuiste construyendo con tantos años de hacer este trabajo de bajar escaleras. Un pie, otro pie, pero ahora en la superficie plana. No pensás y caminás. Te torcés, con la cadera chocás el opaco molinete plateado y pasás casi sin detener la marcha. Otra vez escaleras, repetís el ritmo y en tu cabeza solo hay un tic-tac y la cara insulsa de tu jefe. No tenés tiempo de pensar en Natalia, en que finalmente la invitaste a salir y hoy a la noche van a cenar juntos. No, pensás en la velocidad del tiempo. Otra vez superficie plana y gente por todas partes, el andén es un conjunto de seres que esperan ansiosos el estallido de sus instintos más egoístas. Tenés que subir, no podés esperar otro subte. Mirás hacia allá y ves la luz que se aproxima y reverbera en las paredes de la curva previa al andén. El subte se mueve y vos avanzás entre la gente que espera. Ves los primeros vagones y no podés entender cómo vas a entrar. Se detiene delante tuyo y de cientos como vos, abre sus puertas. Bajan. Como siempre pensás que son demasiado pocos los que bajan para tantos que quieren subir. Empujás con calma y no entrás, empujás otra vez con más fruición y tu cuerpo pasa pero el pie derecho queda afuera. Empujás una vez más, ahora con la ayuda de un empujón desprendido de otros brazos que no son los tuyos y ese pie ahora se mete pero no toca el piso del tren. La puerta se cierra y estás adentro. En tu cara se enciende una mueca de alegría porque tus cálculos horarios prevén que no llegarás tarde.

Arranca el subte. Sentís cómo un codo te oprime el pecho y no podés pensar en el tiempo entre estaciones porque una mochila está pegada a tu sien y una rodilla se clava en uno de tus muslos y no te das cuenta si es el derecho o el izquierdo porque la otra pierna no la sentís y lo único que querés es que te entre un poco de oxigeno ahí abajo donde queda tu nariz perdida entre cabezas y camperas y brazos que se alzan y no te dejan ver el espacio que hay entre la posibilidad de respirar y de pensar que es lo que vos querés hacer porque el tiempo es lo único que te preocupaba hasta ahora que tenés que preocuparte por hacer algo tan elemental como respirar y permanecer erguido sin caer ni golpearte la cabeza contra la puerta que te aprisiona parte de la espalda y un hombro que está más elevado que el otro porque la chica que está a tu costado tiene la cola en el mismo lugar donde está tu mano y no la podés sacar porque no hay lugar y cerrás los ojos para lograr sacar la mano de ese lugar tan incómodo para ella que no te mira porque no se puede dar vuelta y para vos que no la querés ni rozar porque sabés que tu cuerpo y el de ella no deberían tocarse en ningún lugar del mundo salvo ahí donde están todos apretados en la lucha por pararse derechos y respirar y ahí ves que el subte llega a la estación y te vas a poder mover… cuando, a metros tuyo, sin ninguna señal previa que alguien haya podido registrar, un disparo corta el murmullo del silencio en el momento en que se abren las puertas y escuchás gritos por todas partes y ves impávido cómo todos con el horror dibujado en sus rostros intentan salir por donde estás vos todavía mal parado y tu cuerpo cae al andén pero tus piernas siguen en el subte y vos entero te volvés suelo que pisan todos y con el que muchos tropiezan. Pensás en la chica de al lado tuyo, si habrá logrado salir. Ese disparo resuena en tu mente, quién fue, quién cayó. Sentís tantos golpes que empezás a no sentir, mucha gente arriba de tu cuerpo que no se levanta y con la línea de pensamiento que te queda creés que si salís de ahí serás sospechoso de asesinato porque todos huyen y seguramente ahí al lado hay alguien baleado. Ya tus ojos se van cerrando después de un nuevo golpe en la cabeza y el cuerpo te abandona, primero las piernas, después los brazos y el torso y no escuchás más ruido que la nada.

Norberto Gugliotella


miércoles, 21 de junio de 2017

Sin venda - Gabriela Vilardo / Ámbar Violeta - Fito Páez

 Y entonces  echó mano  a su ceremonia, ésa que le hacía tener la sensación de que  un duende con gorro negro  le ajustaría demasiado el pañuelo devenido en venda, como para no soltar amarras y quedar anclada en lo no deseado...esa sensación que no le permitía ver el alrededor tal cual se presentaba y que la conducía hacia  una ecuación matemática imperfecta, e intentó batirse a duelo con sus imágenes.
   Brazos abiertos, cabeza al cielo, para allá, para acá, para adelante, para atrás. Se detenía, se adelantaba, giraba, se agachaba.
    Esa sensación de  forcejear y ver por arriba y por abajo del pañuelo que cubría sus ojos y la extrañeza de no arremeter para aflojarlo lo suficiente y de una vez por todas.
   Por arriba, por abajo, y los vio venir, como siempre,  vestidos de blanco. Duendes con gorros negros  que intentarían ajustar el nudo de esa venda...
   Por arriba, por abajo, por arriba, para arriba, para arriba, la venda en cofia, y la cofia en la cabeza de la nena  que juntaba flores y ellos,  caminando por el costado, por la derecha, por la izquierda, para adelante, para adelante, entre los arbustos del parque del hospicio; tranquilos, como si nada, como si algo, como si todo. Su Caperucita de siempre, adulta a contramano del tiempo y del espacio, hacía ramos.
     Para abajo, para abajo, para abajo… Y la cofia otra vez venda; otra vez, floja. Un alambrado, un agujero. Las siluetas casi desdibujadas. Por arriba, por abajo. Un alambrado, un agujero. Y un camino más largo.
   Sin venda.

Gabriela Vilardo 


martes, 6 de junio de 2017

Chispazo - Pablo Mariani / Creo - Fito Páez

En el pasillo de baldosas blancas y negras, Cata fingió madurez. Javi, seguridad.
Era el cumpleaños de alguien y salió a fumarse un pucho. La vio sentada, mirando al cielo. Se sentó a su lado y le convidó un cigarro. Ella no aceptó, pero le habló de las estrellas. Javi hizo un chiste malo. Cata se rió. Un rayo de luz, una iridiscencia, los unió en la mirada.
Él era de esa clase de rubiecitos que sólo son lindos para tías y vecinas. De esos a los que las pibas toman por uno del montón. Los cachetes rojos de pellizcos y ni un solo beso.
“Mirá qué ojos, debés tener una fila de chicas esperándote”. No, la puta que los parió, no.
Era el capitán de un barquito de papel que navegaba por la zanja hacia la boca de tormenta. Como el del pibe de It. Y ahí esperaba, con los ojos amarillentos y los colmillos afilados, ese payaso hijo de puta que es el destino. Un embudo devenir en fracaso.
Sin embargo, aquella noche en aquel pasillo de baldosas blancas y negras, hubo una charla, un chispazo. Ni las tías pellizconas ni las vecinas pintarrajeadas lo hubiesen previsto.
Un chispazo. Y él volvió a creer.

Pablo Mariani