miércoles, 30 de noviembre de 2016

So tired and unhappy - Valeria Iglesias / No Surprises - Amanda Palmer

Se acercaba la noche. Empezaba a oscurecer y ella deseaba no existir, no haber existido jamás. Terminaba de cenar y no entendía esa máxima de vivir la vida cómo si solo quedara un único día en la tierra, porque lo que ella ansiaba era que ese día que acababa de pasar fuera su último. Todo es peor con la oscuridad: un dolor de muelas, una angustia, una decisión mal tomada, la existencia. No era el caso de querer quitarse la vida, no. Deseaba acostarse a dormir y no despertarse nunca más. Que el corazón se detuviera como una caricia, sin dolor, sin consciencia. Detener la máquina. Detener ese círculo sin fin, que alguna vez tendría fin, sin alarmas ni sorpresas. Bajo el cobertor de plumas quedarían las heridas que no sanan, su trabajo mediocre, el gobierno que no la representaba, el terror a que el sol se apague para siempre, la contaminación ambiental y el calentamiento global. Era la noche, ella lo sabía. Entendía en carne propia eso que decían de los países nórdicos, con altas tasas de suicidio durante los inviernos de noches eternas. Algo en el fondo la sostenía sin embargo. Pero la penumbra o la luz eléctrica le producían una bruma hormonal o algo por el estilo. Dormir como si esa fuese la última noche en la tierra. Y entonces, sucedía: amanecía el sol y ella agradecía estar viva. Se prometía recordar ese momento vital. Se prometía cambiar para siempre. Se daba una tregua. Sin alarmas ni sorpresas, por favor, se susurraba frente al espejo del baño. Y sonreía.

Valeria Iglesias


domingo, 27 de noviembre de 2016

Cosmos - María Victoria Vázquez / Vuelta por el universo - Cerati - Melero

Teníamos cinco años y Plutón todavía era planeta.
Las maestras del jardín nos habían llevado de excursión al Planetario, ese teatro con forma de esfera enorme que desafiaba la cuadratura del resto de las construcciones.
A nosotros nos gustaban mucho los paseos. En parte porque rompían la rutina de la sala, pero también por la aventura del viaje de una hora en micro mientras merendábamos y le cantábamos a los gritos “chofer, chofer” al conductor, un viejo malhumorado que protestaba y le exigía a la señorita que pusiera orden.
Exigencia de orden: signo de aquellos tiempos.
Yo quería ser la novia de Sebastián, unos de mis compañeros. Habíamos actuado juntos para el 25 de mayo. A él le tocó hacer de granadero y a mí, de dama antigua. Bailamos el vals más torpe que se recuerde pero fui feliz con mi vestido celeste con puntillas y ese galán que me guiaba y pisaba al mismo tiempo.
El día del Planetario me senté a su lado en el teatro. Cuando la sala se oscureció y tuvimos que reclinarnos hacia atrás para ver las imágenes que proyectaba la hormiga gigante ubicada en el centro, yo exhalé en un suspiro ahogado. Él llegó a escucharlo y, canchero, soplándose el flequillo largo, me dijo que no me asustara. Que su hermano más grande ya había ido y no había nada que diera miedo.
Le sonreí nerviosa y él me tomó de la mano. Nos quedamos así, miramos ese cielo falso que se abría por encima de nosotros y comenzamos a flotar juntos, a recorrer el espacio. Atravesamos nebulosas, evitamos agujeros negros, jugamos a adivinar constelaciones. Esquivamos meteoritos y pedimos deseos a las estrellas fugaces. Quisimos visitar el planeta del Principito, pero no estaba.
Desafiamos la gravedad y el silencio interminable con nuestras risas.
Continuamos ese viaje maravilloso hasta que la señorita tiró del cable de seguridad de nuestra nave invisible para avisarnos que era hora de partir.
Regreso forzoso a la Tierra.
En el viaje de vuelta nos sentamos juntos y nos quedamos dormidos, hombro con hombro. Al llegar al jardín me dio un beso en la mejilla. Rápido, furtivo. Prohibido, como todo en aquellos días.
No dejé que mamá me lavara ese lado de la cara por semanas. Mis amigas se burlaban “tiene novio, tiene novio”.
Ese año egresamos y al siguiente empecé en uno con primaria, secundaria, uniforme y religión.
Él fue a otro y una noche, sin despedirse, su familia se mudó de barrio.
Nunca más supe de él.

María Victoria Vázquez


miércoles, 23 de noviembre de 2016

La nueva - Florencia Benson / De música ligera - Soda Stereo

Jenny abre los ojos y juega a mantenerlos abiertos, aguantando el sol rajante que se replica al infinito sobre el cielo límpido, azul, vacío como la primera hoja de un cuaderno nuevo. Se mira los pies y desearía que sus uñas estuvieran pintadas: de rojo, de fucsia, de alguno de esos colores que su madre le tenía expresamente prohibido. Paloma Rossetti tiene pintadas las uñas de los pies; se compró el esmalte hace unos días en Miami, a donde fue a pasar Navidad. Paloma es petisa y fea, pero tiene el pelo teñido de rubio y “mucha onda”, según la opinión unánime del grupo. Lo que tiene es mucha guita, piensa Jenny mientras se mira los pies. Suena de fondo una música estridente, suena Música Ligera, señal de que llegaron los chicos. Los varones.
Las chicas cuchichean al borde de la pileta mientras los chicos juegan a tirarse de bomba en la pileta, reparten latas de cerveza, un porro. Jenny los mira con cierto disgusto, no porque no le guste tomar o el porro, le gusta el porro, le gusta la cerveza, pero no le gustan los chicos. Esos chicos.
—Para mí, Matu es el más potro —dice Tini Morrison, y se ríe como una tonta.
—Ay, no, yo muero por Mocho —dice Isa Olazábal, y Mocho es un rubio de ojos claros que se llama Tomás y juega al polo.
—Obvioo, todas morimos por Mocho —acota Paloma, y prende un cigarrillo—. ¿O no, Jenny?
Jenny se encoge de hombros. Las demás todavía no se acostumbran a sus silencios, a esa manera que tiene de demostrar que en realidad todo le chupa un huevo; y que está ahí sólo porque no tiene otro lugar mejor donde estar, porque es mejor aburrirse en grupo que aburrirse sola, o quizás porque se cansó de leer y quiere alejarse un poco de su casa.
—Supongo; sí, es el más lindo —dice Jenny al fin, porque siente tambalear su pertenencia al grupo y no tiene tampoco tanto coraje como para ser una marginal.
—Dalee, quién te gusta —la apura Loli Braverman, que tiene unas tetas geniales y todo el mundo sabe que es medio rápida, y además medio víbora, y que siempre se le tira al pibe que le gusta a alguna de sus amigas.
—Nadie me gusta.
—¡Qué mentirosa! Dale, decí —insiste Loli, agitando suavemente sus tetas, su bikini minúscula, su naricita perfecta.
—Me enteré que Facu muere por vos —interviene Celeste Taboada, siempre chismosa.
—No, cero.
Celeste chasquea la lengua.
—Qué naba que sos, es obvio que muere de amor, es obvio.
Jenny reprime otro gesto de indiferencia. Mira en dirección a los varones, identifica a Facundo McKinsley, le sonríe, y después se ríe con las chicas, reafirmando su estatuto de cómplice.
—Ahhh, yo sabía, yo sabía —canturrea Loli, mientras le clava el ojo a Facundo—. Ya vengo —dice, y se mete en la pileta.
—Es tan obvia —murmura Sole Niemayer mientras se acuesta junto a Jenny en la misma reposera. Jenny se acomoda a ese nuevo cuerpo y asiente. Quedan las dos en silencio, muy juntas, tomando sol, brazo contra brazo, pierna contra pierna, perdiéndose en la modorra de la tarde y los sonidos que se alejan de a poco.

Florencia Benson


domingo, 20 de noviembre de 2016

Madre - Carina Migliaccio / Las golondrinas de Plaza de Mayo - Invisible

Su hija nació con tres vueltas de cordón al cuello. Quizás por eso  desde que la tuvo por primera vez en los brazos la sintió como una sobreviviente.
Pronto eso pasó a ser una simple anécdota. El resto fue vida.
Le dio de mamar.
Pasó noches acunándola.
Le contó cuentos.
La vio crecer.
La vio saltar a la soga, al elástico, a la rayuela.
La retó y la puso en penitencia
Le hizo creer en Papá Noel, en el Ratón Pérez y en el conejo de Pascuas.
La llevó de viaje cuando cumplió 15.
Le hizo creer en la libertad, la honestidad, el estudio, el amor, la paz.
La alentó cuando decidió estudiar filosofía, aunque ella no entendía mucho de qué se trataba.
La vio convertirse en una joven enérgica.
La oyó defender sus derechos  y hablar de política.
La vio preparar banderas. Reunirse horas con sus amigos.
La escuchó llegar tarde algunas noches.
La vio llorar por las injusticias y la cubrió de abrazos.
La perdió un septiembre.
Después, ella misma hizo banderas, se convirtió en una mujer enérgica, defendió sus derechos, lloró por las injusticias, abrazó a otras madres.
Y dio vueltas.
No paró nunca de dar vueltas  en una plaza estrangulada en llanto.

Carina Migliaccio


miércoles, 16 de noviembre de 2016

La belleza de las cosas pequeñas - Hernán Domínguez Nimo / Beauty In The World - Macy Gray

Recuerdo el día exacto —la situación, el lugar— aunque no la fecha. Yo era bastante chico, en edad de primaria, mi papá todavía estaba con nosotros. Los cinco paseábamos por la feria de la placita Dorrego, una excursión acostumbrada porque la teníamos a dos cuadras de casa y a todos nos gustaba recorrer esa aglomeración de puestos casi arbitraria, esa ciudad maravillosa que se erigía y menguaba en menos de un día, mis viejos enamorados de las antigüedades, nosotros fascinados con las chucherías.
Era un tubo de cartón, forrado con un papel de regalo colorido, barnizado por encima. Lo agarré de una mesa y lo sostuve frente a mí, sin entender bien de qué se trataba, atraído por los colores y la forma. Mis papás me animaron a mirar por la punta y yo imaginé un fantástico catalejo de capitán, la visión lejana de los juncos piratas de Salgari y sus tesoros esperándome al otro lado. Lo que encontré fue otro tesoro, inesperado. Quizá, por eso, aún mayor.
Un tesoro inacabable, nuevo a cada movimiento de mi muñeca. Yo tenía piedras preciosas ahí dentro, diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, que además estaban encantados, dotados de una magia que las hacía danzar, ordenadas, para mí, construir coreografías imposibles mientras los rayos del sol las traspasaban y les arrancaban destellos. Mi mente infantil lidiaba con su propia avidez visual, deseosa de acaparar todas las combinaciones posibles pero sin querer perder ni una de las que forjaba.
Sé que el resto de la tarde no presté atención a nada más. Solo existía ese tubo mágico y las maravillas que me regalaba. Esa tarde de domingo y las que lo siguieron, a la vuelta del colegio.
No recuerdo cuánto tiempo después fue, un día el tubo resbaló de mis torpes manitos y cayó al piso. La tapita redonda de vidrio se partió y mi tesoro se desparramó. Mi desconsuelo era total, no solo por el descalabro sino porque había descubierto que mis piedras preciosas eran más burdas, más pequeñas y muchas menos de las que había imaginado todo ese lapso. Me sentía estafado, engañado. No podía creer que todo lo que yo había admirado a contraluz del sol hubiera sido creado por esas cinco o seis minúsculas piedritas apagadas.
Ese día en que se rompió mi primer caleidoscopio, fue el que descubrí que la belleza del mundo puede estar en la maravilla de las cosas más pequeñas.

Hernán Domínguez Nimo


domingo, 13 de noviembre de 2016

El baile - Aixa Rava / Altar particular - Maria Gadú

Algo vibra en aire y tiene
más de mar que de río, sé
no del mar del que vengo

todo indica fallas pero estamos
bailando con la copa en la mano
las miradas ríen
la cintura hacia un lado y los pies 
modulan del bossa nova al afrobeat

esquivamos las sillas

Oshún

esta alfombra desteñida

Oshún

este corazón que gira

Oshún

pequeños bruscos amarillos 
nosotros
algo vibra entre el ahora y antes
como si fuésemos sólo cuerpos
agua miel y caracoles 
como si estuviésemos 
empezando
Aixa Rava


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Bajo la cama - Ezequiel Olasagasti / Lullaby - The Cure

No puedo dormir, sé que hay algo bajo mi cama que quiere atraparme y hacerme daño. Ya grité muchas veces pero nadie me hace caso, o no parece importarles siquiera. Recuerdo que antes, cuando le decía a mamá que había algo bajo mi cama, ella venía como un rayo a mirar y así dejarme más tranquilo. Incluso revisaba el placard y dejaba la puerta abierta para que la luz del pasillo entre (algo que espanta cualquier monstruo que pudiera rondar mi cuarto).
Extraño a mamá. Me duele su ausencia; y la gente de aquí es claro que no va a venir a atenderme, porque no les importa. No van a mirar bajo mi cama para notar el terrible peligro que me ronda. Saben que es verdad, conocen lo que está bajo mío y hasta lo que planea hacerme, pero no harán nada al respecto. Según ellos tengo que arreglármelas solo.
Puedo sentirlo ahí abajo moviéndose, haciendo pequeños chasquidos cada vez que me espía. Si presto mucha atención puedo oír incluso su respiración. Sé que sólo espera mi sueño para apoyar sus garras, primero sobre el colchón y luego sobre mí. Sobre mi pecho, seguro; o no, más bien sobre mi boca para que no grite. Aunque si gritara seguro a nadie de aquí le importaría. Lo que espera bajo mi cama podría matarme y a ninguna persona le movería un pelo.
Me gustaría que estuviese mamá. Le pediría perdón por las cosas malas que hice, por ser un mal pibe, alguien terrible. Ella entendería. Le explicaría que no importa lo malo que pueda ser uno, ni los peores de los peores merecen este padecimiento que vivo ahora. Sentir cada segundo pasar en la noche con los ojos abiertos, compartiendo espacio con lo que en cualquier momento va a matarte. Tal vez lo peor es eso, saber que vas a morir y no saber cuándo. Podría ser al final de este último pensamiento. Seguramente será tiempo después de que apaguen las luces. Apagan todas al mismo tiempo y sin compasión. A veces ruego que la luz de la luna penetre profunda por la ventana, es lo más cerca que puedo estar de aquella puerta abierta que dejaba mamá para que entre la luz del pasillo. Sigo sintiendo los mismos crujidos bajo mi colchón que indican que se está moviendo, siento su respiración de nuevo y cómo desenfunda sus garras y sus puñales.
Esta es mi última noche. No creo estar dormido para cuando surja de abajo de mi cama. Tal vez este es el momento, ya que el último guardia acaba de irse. Y todas nuestras celdas ya están cerradas.

Ezequiel Olasagasti


domingo, 6 de noviembre de 2016

Equinoccio - Noelia Casais / Equinox - John Coltrane

me pasa con John
que suena esta canción
y siento que me llama
es cierto que le esquivo
a la medicación
que no lo he conocido
que dicen que está muerto
pero me pasa con John
que pienso
y me digo
ta bien que haya nacido
durante el equinoccio
del año mil nueve veintiséis
eso está okey
entiendo que de sastre
y costurera
va la trama
entiendo lo del sol y el ecuador
pero esa melodía
no  e  lia
no  e  lia
me llama
por mi nombre
en saxo tenor
con tanto amor
que tiendo a declinar
equidistante
entre la noche y el día

Noelia Casais


miércoles, 2 de noviembre de 2016

Manolo Galván - Martín Sancia Kawamichi / Te amaré en silencio - Manolo Galván

Los tres ídolos de mi infancia laburaban en una de mis películas favoritas, La Playa del Amor. Ellos eran: Cacho Castaña, que la protagonizaba;  Carlos Torres Vilas, que aparecía cantando “Dulce amanecer”, y Manolo Galván, que también tenía una aparición breve que se reducía a “Te amaré en silencio”, mi canción predilecta de todas las de la película. De esos tres ídolos, el más ídolo era Manolo.  Y no solo por la canción.  Me encantaba porque tenía  barba y pelo largo, como mi tío Juanca, y parecerse a mi tío era una razón más que válida para que ocupara el  primer  lugar en el podio de mis artistas admirados.
Me acuerdo que mi mamá me contó que Manolo era rengo y me dio pena por él. De noche,  le pedía a Dios que le curara la pierna,  y que nunca se afeitara ni se cortara el pelo. De día, escuchaba veinte mil veces “Te amaré en silencio” y lo dibujaba  con lápiz y crayones. En esos  dibujos Manolo aparecía curado, con su barba, su pelo, su cigarrillo en la boca y jugando al fútbol, andando en patineta, haciendo actividades físicas que a los rengos, creía yo, les estaban negadas.
Pronto empecé a imitarlo. Hablaba de “tú” como él, pronunciaba las “s” y las “C” como si fueran “z”. Decía “Bonito”, decía “Muchacha”, decía “falda”, y esas cosas.
Y también, como él, empecé a renguear.
Como no quería que mi vieja lo supiera, solo rengueaba cuando ella no me veía. Subía al techo de casa y me ponía a renguear largo y tendido, hasta sacarme las ganas, mientras miraba los techos de las casas de Barrio Sarmiento bañadas por el atardecer (solía subir siempre a esa hora).
Mi abuela Pierina, que era buena guardando secretos, me permitía renguear un ratito antes del almuerzo , con la promesa de que yo no daría vueltas para comer todo lo que ella me pusiera en el plato. Era un pacto entre los dos: ella me dejaba renguear y yo comía lo que fuera que ella cocinara.
Una mañana me levanté para ir a escuela y, sin darme cuenta, fui hasta el baño rengueando.
—¿Qué te pasa en la pierna?—m e dijo mi mamá. —Parecés Manolo Galván.
—Grazias—le dije, pronunciando la zeta con como si se tratara de un triunfo.
No exagero si digo que esa fue la primera vez que toqué el cielo con las manos.

Martín Sancia Kawamichi