Era un tubo de cartón, forrado con un papel de regalo colorido, barnizado por encima. Lo agarré de una mesa y lo sostuve frente a mí, sin entender bien de qué se trataba, atraído por los colores y la forma. Mis papás me animaron a mirar por la punta y yo imaginé un fantástico catalejo de capitán, la visión lejana de los juncos piratas de Salgari y sus tesoros esperándome al otro lado. Lo que encontré fue otro tesoro, inesperado. Quizá, por eso, aún mayor.
Un tesoro inacabable, nuevo a cada movimiento de mi muñeca. Yo tenía piedras preciosas ahí dentro, diamantes, rubíes, zafiros y esmeraldas, que además estaban encantados, dotados de una magia que las hacía danzar, ordenadas, para mí, construir coreografías imposibles mientras los rayos del sol las traspasaban y les arrancaban destellos. Mi mente infantil lidiaba con su propia avidez visual, deseosa de acaparar todas las combinaciones posibles pero sin querer perder ni una de las que forjaba.
Sé que el resto de la tarde no presté atención a nada más. Solo existía ese tubo mágico y las maravillas que me regalaba. Esa tarde de domingo y las que lo siguieron, a la vuelta del colegio.
No recuerdo cuánto tiempo después fue, un día el tubo resbaló de mis torpes manitos y cayó al piso. La tapita redonda de vidrio se partió y mi tesoro se desparramó. Mi desconsuelo era total, no solo por el descalabro sino porque había descubierto que mis piedras preciosas eran más burdas, más pequeñas y muchas menos de las que había imaginado todo ese lapso. Me sentía estafado, engañado. No podía creer que todo lo que yo había admirado a contraluz del sol hubiera sido creado por esas cinco o seis minúsculas piedritas apagadas.
Ese día en que se rompió mi primer caleidoscopio, fue el que descubrí que la belleza del mundo puede estar en la maravilla de las cosas más pequeñas.
Hernán Domínguez Nimo
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