Me acuerdo que mi mamá me contó que Manolo era rengo y me dio pena por él. De noche, le pedía a Dios que le curara la pierna, y que nunca se afeitara ni se cortara el pelo. De día, escuchaba veinte mil veces “Te amaré en silencio” y lo dibujaba con lápiz y crayones. En esos dibujos Manolo aparecía curado, con su barba, su pelo, su cigarrillo en la boca y jugando al fútbol, andando en patineta, haciendo actividades físicas que a los rengos, creía yo, les estaban negadas.
Pronto empecé a imitarlo. Hablaba de “tú” como él, pronunciaba las “s” y las “C” como si fueran “z”. Decía “Bonito”, decía “Muchacha”, decía “falda”, y esas cosas.
Y también, como él, empecé a renguear.
Como no quería que mi vieja lo supiera, solo rengueaba cuando ella no me veía. Subía al techo de casa y me ponía a renguear largo y tendido, hasta sacarme las ganas, mientras miraba los techos de las casas de Barrio Sarmiento bañadas por el atardecer (solía subir siempre a esa hora).
Mi abuela Pierina, que era buena guardando secretos, me permitía renguear un ratito antes del almuerzo , con la promesa de que yo no daría vueltas para comer todo lo que ella me pusiera en el plato. Era un pacto entre los dos: ella me dejaba renguear y yo comía lo que fuera que ella cocinara.
Una mañana me levanté para ir a escuela y, sin darme cuenta, fui hasta el baño rengueando.
—¿Qué te pasa en la pierna?—m e dijo mi mamá. —Parecés Manolo Galván.
—Grazias—le dije, pronunciando la zeta con como si se tratara de un triunfo.
No exagero si digo que esa fue la primera vez que toqué el cielo con las manos.
Martín Sancia Kawamichi
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