miércoles, 31 de agosto de 2016

Trampa mortal - María Emilia Chuit / Pupilas lejanas - Fabiana Cantilo

Una mirada arrasa y espera de vos lo mismo, al mismo tiempo y en el mismo lugar en que ya lo esperó de otros, hace un siglo atrás.

Alguien no escucha que podés, y quiere volver a medir si tu molde es fractura, capricho o locura. No se permite tachar o borrar, ningún volver sobre tus pasos, nada de dar vueltas en el aire ni  pensar en lo imposible.

Un camino debe precederte. No vayas a creer que podés soslayarlo o inventar uno propio. Un ideal te carcome y sin embargo lo intentás, no vale abandonar aunque suponga tu invisibilidad.

Te condenan en la diferencia de aquello que quiere ser norma. Y entonces la caída es anunciada, presagiada. La certeza se apodera del enigma, alguien muere  en el intento de ser alguien.

Estallás para que una mirada te encuentre,  para que dejen de auscultar tus pupilas como si fueran indicios de la mecánica del tiempo.

Esperás, siempre esperás.
Que una mirada pueda más que un ojo.
Que la escucha pueda más que el oído.
Que el deseo pueda más que una neurona.

María Emilia Chuit

domingo, 28 de agosto de 2016

La apuesta - Leandro Bertoia / Tomo lo que encuentro - Virus

Mara creía que cuando un chico se le acercaba a hablar en un boliche, era porque había perdido una apuesta. Esa noche, sus amigas la habían convencido de ir a bailar. Tuvieron que rogarle hasta que cedió. Si era por ella, se hubiese quedado encerrada en su cuarto: soñando despierta y preguntándose cuándo iba a aparecer su príncipe. Ese que se le acerque antes de las tres o cuatro de la mañana. Porque a esa hora ya están todos dados vuelta. No existen los príncipes, le decían sus amigas. Chapate al que venga, son todos iguales. Aunque fuesen sus amigas, Mara pensaba que eran unas zorras. Competían entre ellas a ver quién se transaba más pibes. En cambio, Mara ensayaba en su habitación un beso único, ideal. Un beso que todavía no le había llegado. Se pintaba los labios con rouge y besaba el espejo. Una vez que sus labios quedaban marcados, entrecerraba los ojos para que su reflejo se desdibuje y parezca una cara ajena. Volvía a besar el espejo, sin abrir la boca desaforadamente como hacían sus amigas. Mara imaginaba un beso en el que ambos labios se hundían por unos segundos eternos y rebotaban como resortes. Y al abrir los ojos se encontraría con la mirada dulce de su príncipe. Pero no. El espejo sólo le devolvía su cara desilusionada.
La madrugada del sábado avanzaba lento. Ya eran las dos. Las amigas de Mara se habían dispersado por el boliche, en busca de sus presas. Estaba sentada en un sillón, tomando una Fanta. De repente, un chico se le sentó al lado y empezó a hablarle. Cómo te llamás. Cuántos años tenés. De donde sos. Qué hacés. Qué estudiás. El chico parecía interesado en las respuestas de Mara. No tenía la sonrisa socarrona de los que la encaraban después de las tres de la mañana. Tampoco relojeaba para todos lados, perseguido de que sus amigos lo vean con ella. Mara iba haciendo “checks” en su lista de requisitos para ser príncipe. Cuando al chico se le acabaron las preguntas, hubo un silencio de unos segundos. Mara bajó la mirada. El chico aprovechó y la besó. Ella mantuvo su boca cerrada, como en los besos que le daba al espejo. Mantuvieron sus labios pegados por unos segundos largos, densos. El chico olía parecido al espejo después de pasarle Blem. Cuando despegaron sus labios, se quedaron en silencio.
–Perdiste una apuesta, ¿no? –dijo por fin Mara.
– ¿Qué? –dijo el chico–. ¿Qué apuesta?
–Seguro con tus amigos hicieron una apuesta a ver quién tenía que venir a hablarme. Y perdiste.
– ¿Qué apuesta?–insistió el chico meneando la cabeza–. En todo caso, además, gané.
–Viste.
– ¿Qué?
–Te doy $100 si te chapás a aquella que está ahí –dijo Mara poniendo voz de pibe y se levantó del sillón esperando que el chico la siga–. Por lo menos si ganaste, comprame otra Fanta que estoy muerta de sed.
Leandro Bertoia

miércoles, 24 de agosto de 2016

Arrebato - Vivian Dragna / El tiempo no para - Bersuit Vergarabat

   En las escalinatas de la Facultad de Derecho había un chico sentado que parecía de mi edad, miraba el cielo o los autos o un poco todo, tal vez nada. Le presté atención unos segundos, fue cuando me vio.  Se paró y caminó detrás de mí hasta el bar que está enfrente. Parecía más solo que yo. Me senté, pedí un café con leche y saqué unos apuntes de la mochila.  No me sorprendió que se parara frente a mi mesa. Lo que no puedo olvidar son sus ojos oscuros y mendigos.   Le pregunté cómo se llamaba. Dijo: si puedo sentarme con vos, si me dejas mirarte cuando estudias, te digo mi nombre. Después vinieron otras tardes con él. Yo salía de clase y estaba esperándome en las escalinatas. Esos días sentí algo de miedo o algo parecido al miedo pero también atracción. Pablo, si es que ese era su nombre (nunca pude comprobarlo), era alto y flaco. No me gustaba su andar, se pegaba a las paredes de los edificios  y caminaba muy rápido. Yo me agarraba de su mano y lo seguía. Nuestras despedidas eran siempre iguales (esperaba a que yo tomara el colectivo, me miraba alejarme), hasta que lo invité a mi departamento. Me quedé sin soledad. Cuando nos acomodábamos para dormir, mi cuerpo encajaba a la perfección con el suyo, como piezas exactas de un rompecabezas.   Hundía mi nariz en el hueco de su cuello y todo su olor, todo él ingresaba en mí y era como un arrullo. Me gustaba ese chico. Sus labios eran finos y suaves, sin embargo tomaba posesión de los míos con una violencia repleta de sensualidad.
Pablo abrió puertas en mí y, de a poco aparecieron por esos espacios distintas mujeres, todas eran yo, pero al mismo tiempo, eran otras.  Me fascinó lo que me sucedía y por eso, por un tiempo, pedí más y más.
   Pero algo comenzó a inquietarme. La plata que me enviaba mi padre desde Tucumán, no
alcanzaba para los dos. A Pablo parecía no molestarle que yo pagara todo. Se lo dije. Esa noche trajo un regalo para mí (algo que no podía pagar): un equipo de música y un cassette de la Bersuit. Este tema es para vos, dijo, y comenzó a sonar El tiempo no para. Me miró desde un lugar desconocido. Los dos sabíamos que si yo lo echaba, iba a regresar a la pensión.  Él me daba lo que tenía: su presente. No podía darme nada más.  Yo  tenía veintidós años. Mientras escuchaba la canción entendí algo: el arrebato por hacerlo mío,  me había depositado en una trampa.
Vivian Dragna








domingo, 21 de agosto de 2016

Una casa no es un hogar - Javier Núñez / A House Is Not A Home - Ella Fitzgerald

“A House Is Not a Home”, dice una vieja canción. En estos años que transcurrieron desde mi separación y transité ese desconcierto inevitable me encontré repitiendo esa afirmación varias veces, formulando teorías sin sustento y refutando mis propias elaboraciones. El proceso de mudanza y este hatajo de cajas en las que voy guardando ciertos elementos habituales de cualquier hogar traen de nuevo el tema a primer plano. Nunca — o casi nunca — me sentí a gusto en este departamento que estoy a punto de dejar. Fue necesario, indispensable, en cierto momento. Y hasta me generó cierto alivio y bienestar emocional. Pero nunca dejó de ser un lugar de tránsito, un espacio temporal, como una prolongada estadía de hotel. Se puede construir, comprar o alquilar una casa; nunca un hogar. El hogar es otra cosa. Eso fue lo primero que descubrí. Y no basta con llenar el espacio con los elementos que se supone conforman el hogar. Los elementos habituales o comunes — los juegos de platos, las ollas y sartenes, el sillón que poco a poco toma la forma de un cuerpo, los rincones específicos en los que encontrar ciertas cosas que sabemos que solemos dejar allí, las sonrisas familiares en los portarretratos — no son constitutivos de un hogar. El departamento, si acaso, se parecía a un hogar en esos ratos en que a mí se me daba por hacer salsa y el olor se entremezclaba con el rumor de voces de mis hijos, que soportaban estoicos mi torpe aprendizaje culinario; o cuando la chica de ojos pardos cantaba en la ducha o llegaba sin avisar y yo suspendía el raquítico tecleo para hacer café o desnudarla.
“Creo que la mujer es el hogar” dice el narrador de una novela de Jorge Fernández Díaz que leí unos días atrás. “Cuando uno se separa y es un caballero, abandona la casa sin chistar y alquila un departamento. Ese bulín primero es una oficina, luego un dormitorio y al final, como máximo, una casa. Nunca será un hogar. Porque el hogar es la mujer. No puedo explicarlo, pero es así. Nosotros, los nacidos y criados en cautiverio, los que pasamos sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, no soportamos la intemperie. Y nos sentimos tremendamente solos.”
Supongo que algo de eso pasa en muchas disoluciones y no figura en ninguna división de bienes: cómo una de las partes se queda con la noción de hogar — acaso mutilada, hasta que por fin un día se deja de notar lo que ya no está — y la otra la pierde por completo. Entonces se hace precisa la reconstrucción. Pero a diferencia de Fernández, creo en la posibilidad de otras formas. La noción de hogar es un concepto subjetivo conformado por múltiples aspectos. Hasta hace unos años, después de haber pasado por muchas casas que siempre consideré mi hogar, después de haber saltado sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, creí que lo llevaba a cuestas. Desde hace un tiempo, en cambio, me empeño en construirlo en el vacío de las casas que alquilo. No conseguí patio con plantas pero sí parrillero, y un banquito al aire libre para leer por las tardes o en las mañanas de sol. Una habitación que los chicos ocupan dos o tres veces a la semana, pero que aún en los días en que no están sigue siendo de ellos. Los cajones y cepillos y sectores del ropero para una chica de ojos pardos que vive en su casa pero conmigo. Y un rincón luminoso donde, de vez en cuando, me puedo sentar a escribir.
Entonces sí, a veces pongo la versión de Bill Evans de “A House Is Not a Home” y todo empieza a transformarse.
Javier Núñez


miércoles, 17 de agosto de 2016

El dedo Garfio - Juan Guinot / Jesus He Knows Me - Genesis

Le digo a mi novia que nos vamos mañana y que no puedo esperar un día  más. Después de Feetup, vemos, larga y se va a bailar a la pista, debajo de la pantalla gigante y no le creo, porque no dice después sí, dice después vemos, que es lo mismo que me dijo en Grisú, Cerebro, By Pass, en la aerosilla del Cerro Catedral, en la isla Victoria y el bar que parece un plato volador que está en la punta del Cerro Otto donde nunca vi al viejo Otto bañándose en la nieve como mostraron en Canal 13.
Llega Jano. ¿Hoy la ponés?, me pregunta le digo que no va a pasar nada, que vamos a volver como vinimos y, lo peor, nunca, pero nunca vamos a hacerlo con ella. Jano no abre la boca y como se que es de preguntar en el silencio, le contesto que yo creo que esto me pasa porque el abuelo me pegó un gualicho para que en la recontra puta vida garche con la nieta. Y le cuento que soporto esta desgracia por jugarla al pedo de novio serio porque, para que ella se relaje con el viaje de Egresados y pueda pasar lo que hasta ahora no pasó, acepté que me presente a la familia.
Jano se mete un fondo blanco de vodka con naranja  y entiendo, en ese gesto que quiere saberlo todo y le cuento como fue: estábamos comiendo pejerrey frito que el abuelo de ella había ido a pescar a la laguna de Junín y se me ocurrió contar algo de mi abuelo materno. ¿Vos sos nieto del doctor? me preguntó el abuelo de ella mientras mordía una aleta frita de pejerrey. Y le dije que sí. Tu abuelo me operó el dedo, dijo, largó un suspiro medio catarroso y metió el dedo mayor de la mano derecha adentro de un pan, sacó un pedazo de miga, la pasó por el plato, hizo una bola de miga y espinas, se la mandó a la boca y llevó al dedo sin miga de pan a suspenderse delante de mis ojos. Me lo dejó como el culo, nunca más pude moverlo, me dijo y pude comprobar el estado tieso y corvo del dedo mayor. Le digo a mi amigo que, esa noche, me di cuenta de que el dedo garfio del abuelo de mi novia estaba cargado de revancha hacia mi familia y que, para no ser destinatario de la bronca del pasado, lo mejor que podía hacer es nunca jamás dejarme tocar por ese dedo garfio. Pero, antes de salir para Bariloche, mientras trepaba al Chevallier sentí que algo se clavaba en mi clavícula, me dí vuelta y era el dedo garfio de abuelo de mi novia.
Jano mira a la pantalla, achina los ojos, está en otra cosa, la música y esto de tener pantallas de cine en los boliches lo tiene cautivado, es novedoso porque en el pueblo, de pedo, hay luz negra, una torre con cuatro luces de colores y un flash para bailar break dance. Le pregunto si él cree que el dedo garfio me va a dejar con las ganas de ponerla y Jano me pasa un vaso largo de vodka con naranja. Tragá y mirá la pantalla con la música, me dice y se manda otro fondo blanco. En la pantalla está Génesis, es el tema ese que habla de Jesús y todos en Feetup  bailan como robotitos epilépticos, incluida mi novia, el efecto humo se la traga, la pierdo de vista y ya no tengo dudas, jamás voy a garchar con ella. Me trago de un saque el vodka, pido otro para mí y para Jano, y pienso que si Jesús me conoce, como dice la canción, me diría que para el gualicho del dedo garfio no hay milagros.
Juan Guinot

domingo, 14 de agosto de 2016

Una wacha piola - Evangelina Caro Betelú / Roxanne - The Police

Abro la puerta del placar y trato de decidir qué ponerme. Una fiesta de 40 en el Centro Cultural Juana Azurduy. Me resisto a lo que el sentido común me indica. El negro es una excelente opción para no destacar. Pero no termino de transar con el perfil bajo y opto por aros llamativos. Cuando vea las fotos al otro día en facebook me voy a felicitar, lo sé.
Empanadas de carne y guiso de lentejas, el menú. Para mí, empanadas vegetarianas. Jerónimo y su mujer tienen el corazón más generoso que conozco. Y nunca se olvidan de mí. Por eso me da alegría compartir ese momento con ellos, aunque no sean mis amigos de origen, aunque los haya adoptado con el apellido de casada.
El lugar donde comemos está dominado por un cuadro de colores estridentes que no logro descifrar. En letras góticas dice, Te abrazamos. Después de mirarlo durante varias horas, me doy cuenta de que es el pañuelo de las Madres.
A medida que el local se desaloja de niños y viejos, comienzan a ingresar los jóvenes. Son chicos universitarios, con anteojos de marco negro y piel tersa. No puedo dejar de mirarles la piel. Nosotros somos diez aproximadamente, de la edad de Jerónimo y nos vamos corriendo hasta quedar comprimidos en un costado. Los pibes ocupan todo el lugar, apagan las luces, ponen su música y prenden cigarrillos.
La política le da a Jerónimo la posibilidad de ser un líder, enuncia consignas por el micrófono y todos se agitan. Arenga a la juventud y también a la militancia en una combinación muy propia de los tiempos.
Cantan el feliz cumpleaños con la música de la marcha peronista y repiten cuatro veces “feliz” donde debería decir “Perón”. Nos miramos con risitas y hasta alguno se atreve a cantar y a levantar los brazos. Nuestros cuerpos son pesados, pienso, la mayoría gruesos. Nos vemos lindos pero ahí están ellos, vestidos todos distintos, sin moda, con la moda de ponerse lo que quieran. Bailan libres, con ritmo. Saben letras divertidas y vulgares, Ella se descontrola/Cuando estamos a solas/Cuando yo me la arranco/Ella siempre me pide más. La música antes separaba clases sociales, pero ahora esos universitarios progres que en unos años se van a aburguesar, escuchan la mismas canciones que los villeros. Disfruto eso como un rasgo de justicia poética pero añoro a Roxanne y el ruego sutil de que no se pare bajo la luz roja.
A nosotros nos pesan los años, claro, pero está lo otro. Están los hijos, hijos que ya nos alcanzan en altura, que empiezan a darse cuenta qué esperar de la vida, que visitan páginas porno y tienen sus amigos raros y usan frases incomprensibles. Están los hijos que murieron y las lágrimas por ellos. Mis amigas que los parieron (una es la mujer de Jerónimo) se quedan a veces mirando la nada, como hacemos todos, pero cuando ellas lo hacen yo pienso que recuerdan a sus bebés muertos y que nunca va a ser lo mismo. Están las traiciones, las revanchas, los matrimonios rotos, atados con alambre a fuerza de intentar, los divorcios y los segundos matrimonios. Está el amor de tantos años, las camas de tantos años, los electrodomésticos agonizantes, los perros enterrados en el jardín. Están los logros profesionales anunciados por Jerónimo con orgullo por el micrófono, miren allá están mis amigos, la escritora (sí, me nombra primero, ya la van a leer todos, advierte), los abogados, la directora de escuela.
Y yo pienso qué cuerpo puede albergar todo eso sin que se le note. Aunque estoy segura de que esos pibes que nos miran por cinco segundos de reojo (es todo lo que nos dedican), no ven nada de eso, ven solo gente grande, tratando de seguir el ritmo de la wacha piola. Alguno tal vez tenga alguna historia que contar, alguno habrá sido abusado, será huérfano o habrá perdido a su hermano. Pero yo tampoco puedo ver todo eso. Los veo tan ingenuos y en blanco, pienso que cogen, estudian y es lo único que importa, parecen no sufrir, sus dolores no se les instalaron en la piel todavía.
Así que me toco la cara, buscando las arrugas que empiezan, y mientras me acomodo los aros colgantes, me siento con derecho al prejuicio.
Evangelina Caro Betelú 

miércoles, 10 de agosto de 2016

Nunca es tarde - Viviana Abnur / Tres agujas - Fito Páez

Se incorpora y salta de la cama. ¿Así que no me amas?
No, reitero; perdón por la sinceridad pero me parece mejor dejar esto claro desde ahora.
Me mira de reojo y va hacia la compu. ¿Música..?  ¿Puedo poner?
Sí, lo que quieras.
Bajo y preparo el desayuno para dos, con esmero, con dedicación, con un cariño que surge inusual de no sé dónde. Miro el reloj;  aún faltan minutos para las doce, la hora en que quedamos, se iría. Pienso en mis hijas, tal vez irrumpan en cualquier momento. Espero que no, me digo. Tendría que inventar alguna pavada que sonara convincente. En días como éste llevo la hora clavada en mi cabeza.
Mientras subo, bandeja en mano, empieza a sonar Fito. ¡Qué viejo este tema! le digo.
Qué raro que te guste. Voy a terminar creyendo que de verdad tienes cien años.
Y tomamos mate, y hablamos del rock argentino, y nos besamos con un cariño inusual, surgido de no sé dónde; no se lo digo, no lo sabrá, pero muy, muy  parecido al amor.
Viviana Abnur

domingo, 7 de agosto de 2016

Teresa y Jacques - Alejandro Hugolini / Gavotte - Jacques Loussier Trío

Crecí en un barrio áspero, y en una casa donde no se escuchaba música. No había ni siquiera un Winco, y la radio no ocupaba un lugar destacado. Me sentaba a leer en el patio, o en la cocina y viajaba a La Isla Misteriosa, o de la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna. Miraba un poco de la televisión en blanco y negro: dos canales, necesidad de levantarse para cambiarlos y ajustar el volumen o la antena. La música estaba ausente. Pero un mediodía, en las dos horas libre del doble turno del Politécnico, un compañero que vivía a tres cuadras, me invitó a almorzar. Teníamos 13 años. Por primera escuché “Rapsodia Bohemia” de Queen, en un casete, en un grabador Crown. No podía creer que esos tipos metieran, para decirlo rápido, tantas canciones en una sola: una lírica, una balada y un rocanrol, por lo menos. De ahí Alan Parsons, Serú Girán, y no mucho más. Años después, el Barroco: la película Todas las mañanas del mundo me trajo a Couperin, Sainte-Colombe y Marin Marais. Siempre me había atraído (y también intimidado) la música clásica. Como a Teresa, el personaje de Kundera, que escuchaba a Beethoven mientras trabajaba de moza porque aspiraba a “algo más elevado”. El Barroco siguió ahí, un poco subterráneo, hasta que buscando a Mc Ferrin en la red encontré el Festival 24 horas Bach, realizado en Leipzig en 2001. Y allí estaba Jacques Loussier con su trío, jazzeando a Bach, vestido de negro, en un Steinway impecable. Empieza “Gavotte”, los alemanes bailan bajo la lluvia y cuando llega el minuto y veinticinco segundos hay como un suspenso. Diez segundos después estalla la epifanía de Bach (a quien Dios le debe todo, según Cioran) y se me empiezan a caer las lágrimas. Y duran hasta el final. Entonces descubrí “Play Bach”, cinco discos de Loussier, entre 1959 y 2009, y sus trabajos exquisitos sobre Satie, sobre los nocturnos de Chopin, sobre Vivaldi, Haendel, Mozart, Beethoven y Schumann. Tuve la esperanza de que ese ex niño prodigio, que a los 10 años asombraba al Conservatorio de París (y que probablemente se aburría con la música ejecutada al modo tradicional) se diera una vuelta por Argentina. Pero ya lo había hecho, a fines de los ’60, cuando yo tenía menos de 5 años. Desde 2012, después de 50 años de subirse a los escenarios más variados, Jacques ha dejado de tocar en público. Siempre creí que Marcello Mastroianni era el único hombre del que me enamoraría. Pero con Jacques Loussier tengo muchas ganas de aprender unas palabras en francés y aparecer en la puerta de su casa, para decirle: - Hola Jacques. Soy Teresa. Y si fuera posible, besarle las manos.
Alejandro Hugolini

miércoles, 3 de agosto de 2016

Memorias de la fábrica de niebla - Macarena Trigo / 20 de abril - Celtas Cortos

A Tito Martín

 Él dice "Veinte de abril del noventa" y le doy la razón. Fue uno de los hits de la BSO de ese entonces, aunque a nosotros nos quedara un poco grande. Tan enorme como otra que decía, "a veces llega un momento, en que te haces viejo, de repente, sin arrugas en la frente, pero con ganas de morir"… Igual las cantábamos como si nos fuera la vida en ello y levantábamos las manos con un mechero encendido si la ocasión sugería ser tan cursi. Muchas veces fue otoño y San Mateo en una Plaza Mayor abarrotada donde éramos felices sin saberlo. Otras fue invierno de niebla pucelana, masticable, y aquella canción-carta llegaba desde adentro de los bares a los que íbamos no tanto para olvidar como a besar si se podía. Alguna vez, seguro, supo hasta ser verano y el "hola, chata, cómo estás", sonaba sobre el césped de una piscina pública. El cuerpo recibía los primeros acordes como si fueran un abrazo largo tiempo esperado. Nos mordía la nuca la nostalgia anticipada porque eso de que "ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay, han cambiado", tenía algo de amenaza contra la que nos sabíamos rendidos. No queríamos cambiar, pero de una semana a otra costaba reconocerse en el espejo y nos incomodaba la certeza.

"Si te mola, me contestas", canta(ba) Cifuentes. Y ahí está, en ese "mola", el tiempo detenido donde sea que quede el "parasiempre".

Él, que practica una arqueología expresiva digna de estudio, aún acierta a usar el verbo "molar" para hacerme sonreír a miles de kilómetros. Quizá por eso cuando escucho el tema hoy, de nuevo, a años luz de esa perpetua fiesta patronal, del calimocho, los chupitos de orujo y esas nieblas de padre y señor mío entre pecho y espalda, es fácil escucharle cantando en boda ajena esa gran despedida: "pues nada, chica, lo dicho, hasta pronto si nos vemos. Yo sigo con mis canciones, y tú sigue con tus sueños".
Macarena Trigo