“Creo que la mujer es el hogar” dice el narrador de una novela de Jorge Fernández Díaz que leí unos días atrás. “Cuando uno se separa y es un caballero, abandona la casa sin chistar y alquila un departamento. Ese bulín primero es una oficina, luego un dormitorio y al final, como máximo, una casa. Nunca será un hogar. Porque el hogar es la mujer. No puedo explicarlo, pero es así. Nosotros, los nacidos y criados en cautiverio, los que pasamos sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, no soportamos la intemperie. Y nos sentimos tremendamente solos.”
Supongo que algo de eso pasa en muchas disoluciones y no figura en ninguna división de bienes: cómo una de las partes se queda con la noción de hogar — acaso mutilada, hasta que por fin un día se deja de notar lo que ya no está — y la otra la pierde por completo. Entonces se hace precisa la reconstrucción. Pero a diferencia de Fernández, creo en la posibilidad de otras formas. La noción de hogar es un concepto subjetivo conformado por múltiples aspectos. Hasta hace unos años, después de haber pasado por muchas casas que siempre consideré mi hogar, después de haber saltado sin transición del hogar materno al hogar matrimonial, creí que lo llevaba a cuestas. Desde hace un tiempo, en cambio, me empeño en construirlo en el vacío de las casas que alquilo. No conseguí patio con plantas pero sí parrillero, y un banquito al aire libre para leer por las tardes o en las mañanas de sol. Una habitación que los chicos ocupan dos o tres veces a la semana, pero que aún en los días en que no están sigue siendo de ellos. Los cajones y cepillos y sectores del ropero para una chica de ojos pardos que vive en su casa pero conmigo. Y un rincón luminoso donde, de vez en cuando, me puedo sentar a escribir.
Entonces sí, a veces pongo la versión de Bill Evans de “A House Is Not a Home” y todo empieza a transformarse.
Javier Núñez
Bello!
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