domingo, 31 de julio de 2016

Brixton Autoservicio, 1989 - Fernando J. Veríssimo / Suburbia - Pet Shop Boys

“Let's take a ride, and run with the dogs tonight / In Suburbia
You can't hide, run with the dogs tonight / In Suburbia.”


“Esa gente no es del barrio”, dice un ñato en el noticiero de Canal 9, a la noche.

La gente miente. La gente se engaña y recorta los límites del barrio. Porque, se sabe, la negrada es otra cosa y ellos son gente decente, claro. El problema es que la furia no conoce de catastros. La secuencia de acontecimientos que muestra esa noche la televisión es apenas el resto ardiente que deja el aquelarre de la tarde de fines de mayo.

En la primera escena, los pibes salen del gimnasio de la sociedad de fomento. Salen cebados, como cuando un pendejo te sale del cine después de ver Rocky III. La cana no patrulla porque, dicen, hay quilombo en otra parte.

En la segunda, un pedazo de adoquín vuela y hace mierda una cabina de Entel, de una. Más atrás, como si se tratase de un fenómeno natural, los vecinos revientan la vidriera del autoservicio. El Cadena, que le saca cabeza y media al resto, se aparece con una maza y le entra a dar a la cerradura y al candado de la puerta de la persiana metálica. Otros hacen palanca en la punta con una barreta; por algún lado va a ceder, es cuestión de tiempo y voluntad.

(La voluntad de la multitud es una cosa extraña. Una potencia descarnada y ciega que hace que la suma de individuos actúe como un cuerpo único. Pero la masa no lee a Freud ni a Schopenhauer y cuando estalla no deja tiempo para la teoría. Entonces, ahí, en esa esquina conurbana, la multitud revienta el Brixton Autoservicio con la tenacidad y dedicación con que la araña teje la red sobre su presa.)

En la tercera escena, el Ringo, sin aviso, lanza la primera piedra. El vidrio de la puerta delantera del Falcon estalla en pedazos. Los pibes, desde el fondo, siguen cagándolo a cascotazos por una cuestión de principios. Casi todos pegan contra los guardabarros, el capot, el techo, las llantas, con la prosodia de una letanía furiosa. Entretanto, las defensas del autoservicio ceden ante las pasiones de la turba y la negrada se cuela por cuanto resquicio le permite la física. Nadie sabe lo que pueden esos cuerpos y no hay resistencia contra una fuerza que brota de lo profundo.

A partir de ese momento, todo es caótico. El Christian aparece de repente con una caja de botellas de alcohol y la deja en el suelo. El Nelo mira fijo a Ringo y le tuerce una sonrisa. Sin mediar palabra, el Ringo agarra una botella, la destapa, mide cuidadoso y la revolea en comba para que cruce el espacio áereo de la calle, para ponerla con precisión en el interior del coche cascoteado. El Christian lanza y mete otra; el Nelo pifia y hace reventar la botella contra el capot. El Chucky se saca la remera roñosa y la empieza a rasgar en tiras. Todos manotean los pedazos de tela e improvisan molotovs con la pasión de un viejo anarquista. Los pibes nada saben ni sabrán de los anarquistas, pero eso no los detiene. El Nelo cruza a la carrera la bocacalle en diagonal, se cuela entre la marea humana que entra y sale del Brixton bajo asedio y vuelve con dos cartones de Chesterfield y una caja grande de fósforos Fragata. Se turnan para encender las mechas de las botellas que estrolan, una por una, contra el auto. El Ringo agarra dos pedazos de adoquín. Camina tres pasos y revienta el parabrisas; corre cinco metros en dirección contraria, para tomar ángulo, y hace lo mismo con la luneta trasera. El resto, con prisa y sin pausa, descarga contra el Falcon una andanada de vidrio y fuego.

Cuando las botellas se acaban, abren un cartón, se reparten los atados y se sientan en el cordón ruinoso a fumar, pacientes. Contemplan arrobados las llamas que ascienden. Huelen el humo de lo que deja de ser caucho y cuero y vinílico y estopa y plástico y pintura. Lo que deja, parte por parte, de ser auto.

“Qué bien se siente, Chucky. Qué lindo es verlo arder, la putamadre”, se emociona Nelo. Chucky se ríe. Ringo y Christian guardan silencio.

¿Cuánto tarda un auto en quemarse por completo? Horas. Muchas, suficientes.
La horda vuelve a casa con los brazos cargados. Pasa la tarde. Cae la noche conurbana. Ladran los perros en el filo del horizonte. Desde la ventana del dormitorio del tano Mangione se escucha la radio. La voz del locutor avisa que “mientras tanto, aquí, en la gran ciudad, una nueva hora comienza”.

“Vamos a dar un paseo, vamos a correr con los perros, loco”, dice el RIngo mientras estira las piernas. Todos lo siguen. Las sirenas suenan, lejos.
Fernando J. Veríssimo



miércoles, 27 de julio de 2016

I Will Survive - Flavia Pantanelli / I Will Survive - Gloria Gaynor

Como puede,  se abre paso entre la gente agolpada frente al transparente donde está El Listado. Putea contra su poca altura. Putea ante cada hombro, ante cada mochila que se le aplasta en la cara. NO te achiques, nena, se dice ante cada empujón. NO te achiques que la tercera es la vencida, se dice. Pero toda esa gente, como un parapeto humano, como una barricada de tapados y camperas, de  risas de triunfo y putamadres de derrota, se interpone entre ella y El Listado. La tercera es la vencida, se repite y mete un hombro entre la gente. Respira hondo y empuja. Zigzaguea. Empuja y avanza. Soporta pisotones, pisotea a su vez. Perdón, disculpe. Permiso, sí, gracias. Avanza de a poco, lento pero seguro, un poco por voluntad propia y, otro,  por los que vienen atrás, que empecinan sus cuerpos, también, de modo sólido, eficiente. En algún momento  El Listado queda frente a ella con todo su ornato: el fasto ridículo de una  hoja A4 que sin embargo contiene un destino. Se siente de pronto como si no supiera leer. No puede abordar ese oráculo. Alza la mano derecha y apoya el índice en el primer renglón del Listado. Cada tanto recibe un empujón de atrás, de los costados, otra vez de atrás. Otras manos tocan la hoja, acarician El Listado, como estuviera impreso en Braile. Ella aguanta los empujones y se concentra: Albor, lee. Ferreyra. Collarino, lee. NO está. Sorroughood, lee. Pérez. Muchos otros apellidos, lee también. Pero no lee Pantanelli. Pantanelli, no está. Llega hasta el final del Listado pero ningún Pantanelli. Ni siquiera Pantanalli o Pontorelli o Pontorieri, nada, ni siquiera, que se le acerque. Siente, de pronto, mucho calor. Es la gente, se dice. Tanta gente, aplastada contra el transparente, empujando para ver El Listado,  la respiración de toda esa gente en la nuca, en las orejas, atrás. Se saca la bufanda,  y vuelve a apoyar la mano en la hoja, recarga todo el peso de su cuerpo contra el transparente y  va tocando con el dedo uno por uno los renglones, como para que no se le escape ningún apellido. Repasa: Raimondi. Albor. Cerebrinsky. Anzoátegui. Ferreyra. Bo. Méndez. Collarino. Barreiro. Correa. Sorroughood. Oromendia.  Pérez. Parodi. Veronesi.  Lee renglón por renglón, por tercera vez. Cada apellido de nuevo. Deletrea, repite en voz alta. Los cuenta. De arriba para abajo. De abajo para arriba. Pero no encuentra en El Listado, Pantanelli. Pantanelli,  no.  Pantanelli, por tercera vez, no.
Flavia Pantanelli


domingo, 24 de julio de 2016

El verano se fue - Celso Lunghi / Summer Moved On - A-ha

¿Te conté que cerró VideoData? Sí. El año pasado cerró. Falleció La Ñata (¿Ñata era que le decían a la dueña?) y él se decidió a cerrar. Ya prácticamente ni trabajaban. Los mató la llegada del DVD. Porque ellos se negaban a traer, ¿te acordás? Era VHS o nada. No negociaban. Ni siquiera cuando las películas salían en los dos formatos. ¿En serio te habías olvidado? Al principio (te estoy hablando del 2004 o del 2005), las películas salían en los dos formatos, en VHS y en DVD. Te decía: falleció La Ñata y él se decidió a cerrar. Y… eran viejos. Setenta y largos, calculale. Aparte, toda la vida en ese local. ¿Te acordás que anotaban las películas que te llevabas en un cuaderno de tapa dura? Yo me acuerdo perfectamente. Nunca incorporaron una computadora: era manuscrito el sistema. Y, cuando las devolvías, las tachaban con una lapicera y las hojas quedaban con relieve. La máxima tecnología que incorporaron fue un rebobinador. ¿Cómo que no? Ellos renegaban con que nadie le hacía caso al cartel que habían pegado en las cajas de las películas y, con ese aparatito, en un segundo, las rebobinaban. A mí me encantaba devolverles las películas sin rebobinar para que lo usaran adelante mío. Claro. Y, al tiempito, él también falleció. No habrán pasado ni dos meses. Enseguida que falleció La Ñata, mandó el lote de VHS a remate, cerró el local y, a los dos meses, él también falleció. Viste que, en matrimonios grandes, suele pasar: se muere uno y, en el acto, se muere el otro, de tristeza. Quién se los habrá comprado, ¿no? ¿A vos no te intriga? No me quiero poner nostálgico, Hernán, pero, con esas películas, se fue una parte de nosotros. De ahí, repasemos, nos llevamos los clásicos: Halloween, El exorcista, La noche de los muertos vivos. No errábamos fin de semana, ¿vos te acordás? En tu casa o en la mía (generalmente, en la tuya), nos juntábamos a ver una de terror. Sin embargo, hubo un viernes que fue distinto. Yo sé que a vos este asunto de incomoda, pero, por favor, entendeme: lo necesito. Me acuerdo que desde temprano te notaba nervioso. Y que fue cuestión de entrar a VideoData, saludar a La Ñata, que yo encarara derechito para el estante de siempre y que vos, ante mi sorpresa, te desviaras. Y fue, además, seguirte y que, con la mirada, mudo, me señalaras la fila de abajo: las cajas que estaban forradas de negro. Y fue, finalmente, negarme y que vos me tildaras de cagón y agarrar una que no era pero, por lo menos, parecía. Creo que una española. En este punto, mis recuerdos se tornan difusos, por eso dependo de tu ayuda. Y, esa madrugada, apenas tus viejos se acostaron, metiste la película en la videocasetera y, en vano, te abocaste a buscar alguna escena que nos inspirara. Y, fastidiado, puteaste y te sentaste a mi lado y el abrojo de tu malla quebró el silencio y, a continuación, el abrojo de la mía y vos deslizaste tu mano y yo te imité y, durante un rato, lo único que se escuchó fue el sonido de mi respiración entrecortada. Al otro día, en tu quinta, replicamos la escena. Adentro de la pileta, de espaldas a la calle. Y vos te animaste a acariciarme el pecho (eras el que tomaba la delantera: yo me dejaba guiar) y yo te acaricié el tuyo y, a cada nuevo encuentro, ganábamos proximidad. El problema era que después no podíamos tocar el tema. Perdoname que insista, Hernán, pero, con esas películas, se fue una parte de nosotros. Quién se habrá comprado ese lote, ¿no? Te juro que, de haberme enterado, habría sacado un crédito. O habría salido a robar. Y no exagero. Cualquier cosa con tal de conseguirlas. Me acuerdo que habíamos alquilado El proyecto Blair Witch la noche antes del accidente y que fue mi vieja la que me despertó con la noticia: vos y tu familia habían chocado rumbo a Mar del Plata. Y fue ahogar mi llanto en su pecho y agarrar una hoja y escribir compulsivamente y no dejar de hacerlo en estos casi diez años y conjurar tu ausencia a través de un diálogo imaginario y aprovechar la oportunidad para confesarte algo: la próxima vez que nos viéramos, Hernán, tenía pensado robarte un beso.
Celso Lunghi


miércoles, 20 de julio de 2016

Instintos de mujer - Natalia Zito / Entrégate - Luis Miguel

Cuando tenía dieciséis tenía un novio de veinticinco, motoquero y musculoso. En esa época, yo escuchaba Entrégate de Luis Miguel. La palabra prisionera no me resultaba desagradable y no tenía nada para decir acerca del hombre como el que quiere llevarte al valle del placer, mucho menos de las corriditas romanticonas del video, que combinaban bárbaro con los príncipes de los que hablaba mi mamá. Todo eso me parecía legítimo tanto como las escenitas de celos de mi novio motoquero, que me esperaba como sorpresa de amor a la salida de la escuela, sin siquiera sacarse el casco negro. Tampoco tenía mucho qué pensar cuando pasábamos más horas separados de lo que él podía soportar y me llamaba lleno de reclamos que de tan lógicos me hacían sentir culpable y desamorada.
Algunos años después de terminar con él fui a mi primera psicoanalista para poder olvidarlo. Tuve tres analistas: esa chica joven, una señora hecha y derecha, y un señor común al que sentía que podía dejar en cualquier momento sin el más mínimo planteito. Con éste último estuve unos ocho años y el análisis que había comenzado con la chica joven llegó a su fin.
La gente piensa que ir al psicoanalista es para siempre, entonces abandonan en la primera de cambio. Pero el análisis tiene un final. Lleva años, es cierto, pero ningún psicoanalista que se precie apunta a tener a sus pacientes de por vida. Son los pacientes los que, echados a descansar en la supuesta infinitud, no siempre hacen lo necesario para llegar a término. ¿Qué significa llegar al final? Al fin de un análisis nadie es creyente. La panacea seguro que no. El final es siempre algo pequeño e irreversible. Se termina cuando se gasta, cuando dio lo que tenía, cuando quedan cosas por pensar pero nada más que preguntarle al psicoanalista, al que durante años se le supuso el saber casi supremo. Queda un saldo: saber qué hacer cuando la brújula pierde el norte. Saber no siempre es concretar, pero ya no hay manera de mentir que no sabes. Terminar también es haber perdido.
Estoy volviendo a casa luego de un día en el consultorio donde algunos pacientes lograron divorciarse, bajar de peso o viajar en ascensor sin temer la muerte, mientras otros siguen presos de sí mismos. Me esperan mis hijos. La calle que miro desde la ventana del 152 no me dice nada, pero en la radio empieza a sonar Entrégate de Luis Miguel. Esta vez no cambio. Me quedo escuchando el prisionera, recuerdo mis príncipes en moto y me pregunto qué me queda de aquella. La primera vez que se me ocurrió escribir ficción, escribí dos páginas en birome sobre la historia con este novio al que amaba a pesar de sus reclamitos. Pensé Instintos de mujer como título, pero entonces ya me daba risa. Las guardé durante años sabiendo que nunca se iban a convertir en una novela, pero eran, aún antes de que yo pudiera saberlo, la garantía de que alguna vez escribiría.
Al final del análisis hay menos que respuestas. Queda un cauce que se acepta y no se elige. En mi caso, cuando nada funcione o cuando sea feliz, se trata de escribir.
Natalia Zito


domingo, 17 de julio de 2016

Madres - Victoria Mora / Madres - Caballeros de la Quema

"Y andarán entre mugre y perdón 
aunque duren los cuervos 
llueva este asco
 y  pesen los pies"
Los caballeros de la Quema

Blanca corta la cebolla de espaldas al televisor apagado. Hoy no quiere saber nada del mundo. En la radio eligió escuchar tangos. Hace mucho tiempo que no disfruta de esta música que tanto le gustaba y que se apagó, como todo lo demás, después de lo de Alejandro. 
Este año es distinto. Mariana había insistido tanto, que no pudo, no quiso decirle que no. Vamos, Blanca, no te quedes otra vez sola, los chicos me pidieron tanto que vinieras, sabés cuanto te quieren, vení a recibir el año nuevo con nosotros.
Y esa vecina, con esos nenes, que habían caído hacía seis meses como del cielo, fueron lo mejor que le había pasado en tantos años ¿Cuántos? La pregunta era inútil, al cuánto lo llevaba clavado como una espina: catorce años, seis meses, y doce días se cumplían esa noche de fin de año. Todo ese tiempo en el que el mundo había quedado suspendido, una noche de patadas en la puerta, golpes, destrozos y una ausencia instalada para siempre.
Hasta que había llegado la voz de Alejandro. Un año después cuando ya creía que nunca iba a salir de la cama. Su voz, bien clarita, que decía, vamos, má, vamos. Y entonces, esa misma tarde en que él le habló, el llamado de Juana, que a través de María se había enterado y la invitaba. Vamos, Blanca, mañana es jueves, te espero. Y la vida empezó a ser salir cada jueves a dar la vuelta a la Plaza,  a pedir por su hijo.
 Ahora, otra vez ese vamos, como si Mariana hubiese sabido. Vamos ¿nos vas a dejar solos en año nuevo? En todo eso piensa Blanca, mientras suena “Mi Buenos Aires querido” y prepara las empanadas para la noche.
El timbre del teléfono la interrumpe. Hola, sí, no, no estoy mirando. Apoya el tubo del aparato en la mesita. Apaga la radio, y enciende el televisor. Lo que ve la sienta en el sillón: Menem firmó los indultos, dice el zócalo infame del noticiero. Y ya no puede pensar ni en Mariana, ni en los chicos, ni en año nuevo. Se lleva las manos a la cara y nuevas lágrimas, que son viejas, que nacieron ese junio del 76, caen una tras otra.
Hasta que escucha, vamos, má, vamos.
                                                     Victoria Mora

miércoles, 13 de julio de 2016

Chica de caño - Giselle Aronson / I'm Outta Love - Anastacia

Le da el último sorbo al vodka alimonado que Angelita le ofreció. Melody se prepara para su gran debut en el Silver. Con el trago es suficiente para sacarse alguna inhibición residual y aplacar el frío que hace por esa fecha en la ciudad.
Practicó toda la semana; se cercioró de que el caño estuviera bien ajustado al piso y al techo; bastante tuvo ya con los golpes que se dio durante tanto ensayo.
Echa un vistazo por una rendija del telón y ve a todos los que Angelita le marcó hace un rato; “los de siempre”, dijo: el empleado municipal; el pelado; Jorge, el Hugh Grant del barrio. Divisa también a otros: uno muy parecido a Robert de Niro con el pelo largo, un gordito con sombrero de cowboy y un hombre delgado con cara de nene que fuma un habano. Muchos más se suman al espectáculo que ella observa desde ese lado, pero ya no alcanza a distinguir, por el humo, por los nervios y porque el alcohol comienza a correr por el río sanguíneo, camino a su cerebro.
Se ajusta las prendas, los abrojos, los cierres; dispara una señal al asistente que sostiene la cuerda y al musicalizador.
El telón se abre y comienza el show.
Melody ya no ve a nadie. La luz la inunda, el vodka ya se instaló en cada neurona y deja liberada a cada fibra de su cuerpo que danza, al servicio de una fuerza desconocida.
Avanza hacia el caño, lo abraza. Se separa de él para volver a aferrarlo. Se coloca por delante y se mueve hacia arriba y abajo. Sabe que están gritando y silbando, pero ella sólo escucha la música.
Con un movimiento amplio y continuo se quita el piloto y queda con un traje de baño bordado con lentejuelas, mínimo pero respetuoso de lo que no quiere mostrar. Sube por el tubo plateado, lo siente frío, pero sabe que son los primeros segundos. Sabe que, poco a poco, el metal muta y se convierte en un animal amansado bajo la fuerza de sus músculos. Ambos, el caño y Melody, se dejan llevar.
Cuando llega a la cima enrosca las piernas, rota y queda suspendida, cabeza y torso hacia abajo, unos segundos y va bajando lentamente, hasta quedar tendida sobre el escenario. Y otra vez se abraza al caño y se aleja. Y retrocede, y toma impulso, y se avalanza, agarrándose con las manos y girando en espiral. Como si fuera un eje natural y ella un satélite.
Melody baila, su cuerpo es un ser autónomo y no responde más que al antojo de su deseo, caprichoso y anónimo.
Se trepa y desciende, gira y baila. La canción termina, ella se detiene y espera que el escenario quede a oscuras.
Cuando sale, el asistente le alcanza otro trago. Melody lo bebe de un tirón, sin respirar y satisfecha.
Giselle Aronson

domingo, 10 de julio de 2016

Parir un legüero - Patricia Nasello / El arriero - Atahualpa Yupanqui

Había cumplido el año cuando el cura llegó al monte y su madre mandó bautizarlo Atahualpa, por el músico. El arriero es la única canción que ella sabe de memoria vaya a saber por qué. O no vaya tanto que sobre la identidad del padre desconocido él tiene sospechas fundadas. Él que no va a ser arriero porque en el monte, además de escasear todo, también escasean las vacas. Una cabra es lo que precisa.  Un cuero de cabra, para lavar y tensar.
Con trabajo, paciente, cuidadoso, esforzado, ahueca un tronco de ceiba y limpia la corteza a puro hachazo. Tiene   la varilla de quebracho blanco para el aro y también el otro aro, el de molle, para dar forma al parche. Sin adornos. ¿Para qué querría adornos un bombo macho como será su instrumento? Mientras elige el correaje que sostendrá este mundo nuevo, tan hondo, tan rico, que surge de sus manos, la cabra en la que su madre invirtiera tantos afanes agoniza. Y ella la llora, o llora la leche cuya ausencia será dolor en las tripas.   Animal desdichado, apenas le resta un puñado de alientos.
Patricia Nasello

miércoles, 6 de julio de 2016

Hechizo - Marcelo Rubio / Magnificent - U2

Las tres lunas amarillas se juntaron en el cielo que compartían los dos soles naranjas, no recuerdo si sucedían las cosas de hoy. La mujer que estaba en la carpa cercana a la del  Sultán, dio a luz a un tigre ocre con latigazos negros sobre su  lomo; las tres comadronas - aprendices de brujas - no se podían explicar qué había sucedido con el hechizo que garantizaba un tigre negro. El animal, con sus ojos verdes relampagueando en la penumbra, devoró a las tres hechiceras, luego se comió los restos de placenta y se introdujo en lo que era su origen.
El Sultán visitó a la mujer dos días después. Viéndola en la plenitud de la belleza, intentó amarla, pero el tigre aprovechó la ocasión y le comió el sexo y una pierna. Ella fue echada de aquellos dominios.
Aunque los libros no hablen más que de una luna y un sol, y aunque los diarios no cuenten de hombre mutilados, hay que tener cuidado con todas las mujeres, cualquiera puede tener el tigre capaz de matarte.
Marcelo Rubio


domingo, 3 de julio de 2016

Mitos de Pompeya - Horacio Convertini / Ventarrón - Carlos Gardel

El chiste no es la gran cosa pero visto con el lente deformante de los años, que edita nuestras experiencias adolescentes con un barniz épico y divertido que acaso jamás tuvieron, se vuelve una anécdota imperdible en asados de cincuentones que ya están obligados a repetirse, como el antídoto contra un Alzheimer precoz, que alguna vez fueron jóvenes. Verano. Tomábamos el tren a Mar del Plata de las doce de la noche. Clase turista, asientos de madera. Mate o Criadores para ablandar las cinco horas en vela (sí, joven argentino, cuando yo tenía 18 años se viajaba a la costa en tren y en apenas cinco horas). Acaso una guitarra, pero no estoy seguro. Muchas ganas de boludear. El número infaltable era cantar a viva voz el tango "Sur" y, cuando llegábamos a la parte de "Pompeya y más allá la inundación", hacíamos un alto, nos poníamos de pie, pedíamos un aplauso y recién entonces avanzábamos con la estrofa que mencionaba a nuestro barrio. Que Pompeya se cantara en los tangos era, para nosotros, la prueba irrefutable de que habíamos nacido en un territorio especial, legendario, hecho de esa materia invisible que sólo alcanzan a percibir los poetas. Nadie le cantaba a Liniers o a Parque Chas. A Pompeya sí. Mucho. El rock nacional de los setenta, que procuraba parecerse y diferenciarse, en vaivén histérico, de sus espejos en inglés, nos ignoraba con sus baladas de vocecitas agudas, ora pretensiosas, ora incomprensibles, que podían gustarnos más o menos, pero que nunca hablaban de nosotros. El tango, en cambio, que era una expresión vetusta, anquilosada en el decir, de los sueños y las categorías de nuestros padres, nos regalaba una mitología a la que adscribíamos por no haber otra mejor. Así, interpretados por la música de la misma generación que no nos comprendía, seguimos poniéndonos de pie toda vez que el nombre de nuestro barrio asomaba en esos tangos naftalinados y perfectos. De ellos (montones), ninguno como "Ventarrón", de 1933, música de Pedro Maffia, letra de José Horacio Staffolani (mucho gusto). Cuenta la historia de un compadrito que se va de Pompeya porque el barrio le queda chico. Solo y triste, casi enfermo, volverá con las "derrotas mordiéndole el alma" persiguiendo la fama que "otro ya conquistó". Un regreso patético, porque a esa altura, cuando sus hazañas de malevaje han sido reemplazadas por otras (el coraje que se hace valer siempre es un acto en presente), el tipo se reduce a "cartón para el amigo y para el maula, un pobre cristo". La historia de Ventarrón, escrita 28 años antes de mi nacimiento, 51 años antes de mi éxodo del barrio, 83 años antes de esta evocación, me sigue conmoviendo por tres razones: una, hay un modo pompeyano (seguramente falso) que nos hace sentir especiales; dos, la tentación de irse se vuelve irresistible; tres, el barrio espera, paciente, nuestro regreso, acaso para recordamos que nunca hemos sido lo que creímos ser y que traicionarlo se paga, como todo en el tango, con el melancólico sabor de la derrota.
Horacio Convertini