domingo, 30 de octubre de 2016

Estoy empachada de poesía - Mariana Delponte / Planet Telex - Radiohead

Recién un gato blanco cruzó el jardín corriendo.
Un día normal sería sólo eso,
o a lo sumo el animal más perfecto
haciendo su visita fugaz para deteriorarnos los ojos.
Pero hoy, estoy empachada de poesía.
Y se me ocurre que vi pasar una metáfora
de la hoja en blanco, seductora y esquiva.
Y no sólo un gato blanco corriendo.
Pensarás que esto es un vómito verbal
y es probable que estés en lo cierto.
Escucho Radiohead como si fuera jarabe
para atrasar la cura y que perdure el efecto.
Si yo pudiera viviría empachada, borracha,
de esta poesía liviana e impertinente.
En esta rebeldía no nos importa que no la entiendas.
No la hacemos para eso,
queremos jugar,
ver pasar gatos como hojas,
respirar perfumes como recuerdos,
escuchar canciones como remedios
y tomarnos para todo el tiempo.
El ovillo de las ideas no se desenreda solo,
y qué bien que me hace cuando gira libre el carretel.
Por eso me importa poco que no me entiendas
o que busques analogías o interpretaciones secretas
o que pienses que pierdo el tiempo,
que mis ritmos no sirven para este mundo complejo.
Dame un par de días más de pensamientos
y en una de esas, desenredo el cielo.

Mariana Delponte


miércoles, 26 de octubre de 2016

Lonely Woman - Alejandro Pereyra / Lonely Woman - Ornette Coleman

Sus pasos titubeantes distraen de lo insensato que resulta la cercanía del bolso con la acera, casi rozándola en cada vaivén, contagiando el movimiento al abrigo que reticente se abre sobre sus hombros como rindiéndose, desmallado en las puntas, en las mangas que apenas dejan asomar sus uñas rosas, carcomidas rosas. Se le destartala a cada paso un sueño, una convicción de la mañana. De esa o de otra, ya no recuerda. O yo no tengo ganas de especular; que invente el saxo, mientras aparea sus brillos con los del pavimento húmedo volviéndolos uno, como nos volvíamos nosotros antes de este callejón, tan oscuro como el que recorre la mujer, siempre a punto de caerse, o quizás peor, a punto de detenerse para poder precisar alguna idea que sospecho insoportable.
Un grito en el palier o en el departamento del vecino me recuerda otras épocas mientras el platillo repica sobre algo que me molesta de mí y no logro develar. Debe ser culpa del saxo. Un saxofonista de Hamelin que me distrae y me lleva hasta una especie de río hecho con pocas líneas para dejarme allí, desguarnecido. Trato de imaginar el cuerpo desnudo de la mujer del callejón pero se me confunde con el tuyo, que vuelve siempre como el mismo y truncado boceto; igual que el saxo vuelve ahora al punto de partida, aunque parezca más fácil inventar que recordar, empezar de nuevo antes que volver a caer en este callejón en re menor, sobre estos despojos de mujer dando pasos como notas, notas como pasos: la re sol re fa re do sostenido sol pisa ella cada vez pero siempre detenida parece, como si cada sonido fuera un nuevo intento, una nueva oportunidad postergada hasta el ataque de la próxima nota, que demasiado rápido pasará para caer en el juego histérico de un semitono deteniéndose, dando fin a un recorrido que nunca empieza del todo.
Un par de sonidos ásperos se confabulan para sobresaltarme, inquietándome, pero no, no es mi teléfono inaugurando esperanzas, sólo notas que desaparecen como huellas en el agua. Un re sabio se sostiene en el bronce, reverbera entre armónicos, del contrabajo, del platillo que repiquetea cínico una y otra vez.
Algo susurra en el departamento del vecino o en los parlantes.
Debería irme a dormir. Le doy play una vez más.

Alejandro Pereyra



domingo, 23 de octubre de 2016

Vuelos - Fabricio Tocco Chiodini / Vuelos - Bersuit Vergarabat

Necesitamos recuperar el sentido material y político del amor, un amor tan fuerte como la muerte. Esto no significa que no puedas amar a tu esposa, a tu madre o a tu hijo. Sólo quiere decir que tu amor no termina ahí, que el amor sirve de base para nuestros proyectos políticos en común y para la construcción de una sociedad nueva. Sin este amor, no somos nada.
Multitud: guerra y democracia en la era del imperio Madrid, (2004).


Tendría trece años la primera vez que escuché «Vuelos». Ya no me acuerdo muy bien exactamente cuándo. Debe haber sido allá por el invierno de 1998, poco después de que MTV, Music21 y MuchMusic bombardearan los televisores con los cortes de difusión más comerciales de Libertinaje, como «Yo tomo» o «Se viene», banda sonora inseparable del fin de ciclo menemista.

Como le pasó a muchos brasileros en los años setenta con «Apesar de você», yo, inmerso en una adolescencia ingenua, pensaba entonces que «Vuelos» era una canción de amor. Lo interesante es que Chico Buarque había buscado burlar, sin éxito, la censura de la dictadura brasilera (de una forma similar a lo que hizo Charly unos años más tarde con «Los dinosaurios» al final del Proceso). El samba-canção de Chico, desde la ambigüedad, parecía hablarnos sobre un despecho sentimental cuando en verdad estaba denunciando el período que en Brasil conocen como los Anos de Chumbo. En cambio, Pepe Céspedes, el bajista de Bersuit Vergarabat, escribió «Vuelos», una canción sobre la dictadura, en plena democracia menemista, sin voluntad de burlar censura alguna.

A los trece años, yo no sabía muy bien quién era Horacio Verbitsky (tal vez habría visto su cara en alguna emisión de Día D, sin entender mucho de qué estaría hablando) ni tenía la más remota idea de quién era Adolfo Scilingo. Tres años más tarde yo me fui de la Argentina, poco después de diciembre de 2001. Para cuando aprendí a tocar «Vuelos» en la guitarra, Gustavo, un gran amigo de La Tablada que me fue a buscar y me llevó de vuelta a Ezeiza cuando volví de vacaciones en 2004, ya me había regalado una edición de El vuelo, que leí precisamente en el avión que me devolvió sin escalas a Barcelona. Para cuando aprendí a rasguear ese bellísimo mi bemol con séptima mayor, ya sabía que pocos años antes de que yo naciera, en esa misma ciudad, habían tirado seres humanos vivos al río de forma sistemática y en silencio.

Algo, no sé muy bien qué, me hace pensar que aquella primera impresión que tuve a los trece años tal vez no fuera tan errada. Quizá «Vuelos», que no sólo habla de la culpa y de lo siniestro, que habla de alguien incrustado en la mente de otra persona, de alguien que vuelve al recuerdo una y otra vez, de alguien que permanece en la memoria para siempre, quizá «Vuelos», muy en el fondo, sí hable de amor. De aquello que Michael Hardt y Antonio Negri denominan el «sentido material y político del amor», que no termina en nuestras parejas ni en nuestras familias. El amor que, como nos recuerdan los autores de Empire, debemos recuperar como base para la sociedad, el amor sin el cual no somos más que barro en la inundación, que crece, decrece, aparece y se va.

Fabricio Tocco Chiodini


Confesionario agnóstico - Gloria Arcuschin / Si te vas - Alfredo Zitarrosa

Miriam piensa en su nombre sentada en este bar tan coqueto, tan fuera de su ideología de bares antiguos, sencillos y enmaderados. Piensa, porque ella siempre piensa, no puede dejar de hacerlo. Que por primera vez se animó en tantos años, ella que dice odiar las salidas en soledad, que la soledad es muy linda y todo eso, pero que odia salir sola. Que se animó a ir al museo de la inmigración, que fantaseó que sería bañado por las aguas leonadas del Río de la Plata.  Pero que el agua resultó estar a una buena distancia del museo. Así como los apellidos y la fecha de la llegada de sus abuelos, había leído que entregaban un papel con los datos del barco y esas cosas, pero no, no figuraban, ninguno, con esos apellidos rusos tan complicados pensó, tal vez una letra mal, y chau. Pero vio el rio y el agua desde el ascensor de vidrio. De eslavos no había nada en el museo, como si no existieran, solo de inmigrantes italianos y españoles. Qué museo ni museo pensó. Y ahora, que se tomó un buen rato para llegar mirando todo hasta Puerto Madero, y mira el canal y el agua, todo tan marinero como a ella le gusta tanto. Piensa que Miriam salvó a su hermano para que este sea el libertador del pueblo hebreo. Eso de dar bienaventuranza a los demás, lo que a ella le gustaba. Y pensó porque Miriam siempre piensa, en los amores  que comienzan tan divinos, y en poco tiempo van tomando pinceladas macabras, y habría que irse de ellos, pero siempre se sigue un rato más. Aunque también pensó que todo era tan oscuro y sin deseos, de no comer, tan duelo todo. Y él llegó y propuso cercanías, puso tanto sexo, y juegos nunca jugados. Pero si, ella ya sabía que era algo así, esas cosas que en un tiempo se terminan, porque era así, para eso. Lo sabía. Pero pensó que en cuanto a sentimientos siempre se sabe poco. Hubo amor en el piso del pasillo de entrada, en la mesa, frente a todos los espejos, en cada lugar de la casa una escena un deslizamiento de piel. Y esa manera en él, de lo solar, lo luminoso, la divertía le hacía saltar límites, le corría el eje, le decía ella bromeando. Y también decir mi amor, en el momento de lo profundo, del sexo profundo en el interior del cuerpo, si se dice mi amor, pensó ella. Pero no.  Desencuentros de horarios, dramas cotidianos pequeños y no tanto, de ella, de él. Y un tiempo sin verse. Un mediodía apareció intempestivamente, porque a ella cuando piensa se le cruzan palabras largas, complicadas, pensamientos en diagonales, que nunca terminan y son arborescentes. Y le hizo el amor como nunca con potencia salvaje diría, tanto semen que se va sintiendo acudir en oleadas calientes, en gemidos, él dijo varias veces te extrañé mucho. Y preguntó me extrañaste. Y ahora ella piensa mientras mira el agua y algunos veleritos gráciles que ya se alejaron, así iba a ser, ella y él lo sabían, pero él dijo te extrañé mucho, ¿me extrañaste? Miriam piensa que extrañar es muy parecido a querer, al deseo de estar, si fue querida, todo estaba bien, piensa en cierta serena forma de ser feliz, y en las imágenes que pueblan la ausencia.

Gloria Arcuschin


miércoles, 19 de octubre de 2016

Eros - Adriana Romano / Pasional - Malena Muyala

Hay vientos
 Luz
Cuatro manos
Ningún escrúpulo
         
Sábanas arriba
adverbios volubles
Abajo
el verbio enciende
afuera
adentro

Prendemos  el fuego con leños carnívoros
Ablubarnos           en cada esquina de la cama
olernos
y seguir el rastro de la seda
Lamida

El camino donde los gusanos se aparean
siempre tiene un hilito
y el brillo untuoso
que es baba
vulva
bulbo y esquirla
¡Ay!
            Ahí
Donde las paralelas jugosas
se erizan y confluyen
 un aleteo de flujos palpita
trepida
tiembla
 (yegua
potro
puta
bruto
así                   ahí
no        más  máscara
dedo y tendón
baba
hilos de baba)
Brío
de montar montura montaraz
carbón y perdiz
Ligamento
Fibra
     nervio
Brincamos  sobre lava derramada
Vía láctea
agujeros negros traga cometas
Laxa       tensegridad
Te jadeo
Te tejo
te someto
te doblo
Hipocampos en la garganta
flores entre las piernas
brasas en los dedos
Subo
subís
talón patada mordida
sangre salud saliva
Salís
Entrando sembrás sobre surco arado
para que el rayo parta
en treinta mitades
el techo
Ahora
hay un sibilante silencio de almohadas
un manso oleaje de cangrejos
breve aire iridiscente
siseo de jazmines
sumiso murmullo de  colmena
     
Y sobre la playa
      la carpa de luz
donde los ojos
 descansan en los ojos

Adriana Romano


domingo, 16 de octubre de 2016

Elvis - Lucas Newton / Black Velvet - Alannah Myles

La pregunta de mamá me dejó helado. No había terminado de saludar a mis primos, a quienes veía por primera vez. Su insistencia no me dio tiempo de pensar.
-¿Conocés a algún Pedro?
Quise zafarme de ella pero no me respondían las piernas. Por un momento sentí miedo y desconfianza, y me asomé un poco para comprobar si él estaba en la sala velatoria.
-¿Está acá?
Di un paso para salir de la habitación donde estaba el cajón. Un sacerdote amigo de la familia oraba en silencio. Ella me siguió, haciendo la señal de la cruz, y bajó un poco la voz antes de seguir hablando.
-Alguien te trajo un paquete de su parte, fue hace pocos días. Tocaron el timbre de casa.
-¿Atendió papá? La idea me hizo doler la panza. Ella hizo un gesto nervioso y me tomó del brazo.
-Una chica menudita, con anteojos.
Mi cabeza giraba a toda velocidad. Levanté la vista e hice un paneo por la sala. Éramos una familia chica. Mamá controlaba mis movimientos.
-¿En que andas, Guchi?
En ese momento entraron ellos. Los cuatro. Habían venido juntos en el auto de Juan. Fueron directo hasta el cajón y apoyaron unas flores sobre los pies de papá. Después se acercaron a mamá y Juan habló por todos.
-Lo siento, Pri. No va a ser lo mismo sin él. Fue un Elvis verdadero.
Mamá asintió en silencio y se dejó besar las manos.
Antes de irse rodearon el féretro y cantaron un pedacito de Always on my mind. Lo hicieron con una dulzura asombrosa que encantó a todos. Llevaban puestos sus trajes típicos, sus patillas pintadas. No eran siquiera la caricatura de Presley.
El día se hizo largo. Mamá entraba y salía saludando a los pocos parientes que llegaban. Por fin, se acomodó en un sillón a mi lado y volvió a la carga.
-¿Vos te das cuenta que sos igual a tu padre? Idéntico… es muy impresionante.
Levanté la vista y vi como mi tía encendía unas velas. El reflejo del fuego parecía darle al cadáver un leve movimiento. Mi respuesta salió como una náusea.
-¿Vos te acordás cuando papá y los otros cuatro me llevaban a mí a sus giras?
Ella abrió grandes los ojos, y luego respiró profundo como hacía cada vez que preparaba una mentira.
-¿Te parece un buen momento...? Nerviosa, buscó en su cartera un bulto que tenía el envoltorio roto y me lo dio.
-Esto es lo que trajo la chica. Es un libro, no tenía ninguna nota.
Tomé el paquete sin dejar de mirarla.
-Estaba muerta de miedo, tu padre no quería dejarla entrar, decía que seguro era droga.
El cura había juntado a la mayoría de los parientes y esperaba para hacer un responso.
-Hasta que no dijo tu nombre no le abrí, tenía la plata de la jubilación.
-¿Mi nombre?
-Tu nombre no. Dijo “Guchi”.
-Guchi... todo el mundo me dice Guchi.
Me interrumpió.
-Dijo: “Guchi, el novio de Pedro”.
El golpe fue tan fuerte que tuve que ponerme de pie. Mamá se levantó despacio y caminó hasta ponerse junto al sacerdote. Ella tenía lágrimas en los ojos pero enseguida se compuso. Hizo la señal de la cruz y todos la siguieron.
En uno de los extremos de la sala había un mueble pequeño, de un metro y medio de alto que tenía encima un crucifijo. Mi madre había dispuesto allí algunas fotos de papá. Tomé la primera que vi. Papá y yo, los dos perfectamente disfrazados durante un ensayo. Trajes blancos, tachas doradas, impecables zapatos oscuros. Papá ya usaba una peluca porque su pelo no le alcanzaba para armar un jopo. Yo tendría unos doce años. Debajo del traje usaba una bombacha adorable, pequeña y amarilla, que apenas se transparentaba.
Y es cierto, éramos dos gotas de agua.

Lucas Newton


miércoles, 12 de octubre de 2016

Zamba - Eduardo Vardé / Sabor a nada - Agustín Juárez

Y a las 6:30 calentó el café, se sentó a la mesa y decidió mirar por vigésima vez la última conexión de ella. Algo no le cerraba, algo extraño estaba sucediendo, pero no comprendía qué. Anoche, antes de dejar caer el celular con la música sonando sola, antes de quedarse mirando el techo, antes de buscar un punto fijo y ponerse a imaginar, como en cada oscuridad, un mundo distinto, un sitio donde las cosas salen más o menos bien, donde no necesita de un dispositivo que los acerque, que en la distancia lleve y traiga ceros y unos y los decodifique de forma tal que en la pantalla aparezca un “buenas noches” o un “yo también te extraño”; antes de todo eso, un rato antes, él lloró. Se había encerrado en el baño, había loopeado esa zamba, fuerte, muy fuerte, como para que del otro lado de la puerta nadie oyera. Y lloró, como un presagio de lo que se le iba a venir al otro día, como anunciándola, una revelación. Pero más que un revelar, fue un develar, un quitarse el velo en su cabeza, el puto velo que siempre lo consigue distanciar de quién es en verdad para ser esa madeja de conjeturas. El amor, la revelación de un amor, el desvelo de un no-amor.
Y él seguía mirando el celular. No salía nunca de esa foto, de la imagen de ella, sonriendo sola, donde alguna vez supo haber una foto de dos, abrazados, felices, ahora había una foto: sola. Y el tipo, en su casa, en una silla de su casa, sostenía el café en una mano, un café que ni siquiera iba a beber, un café que estaba dejando enfriar envuelto en incertidumbres. Y en la otra mano, el celular, la foto de una mujer en el celular, la foto de una sonrisa, de uno collar con forma de corazón que alguna vez pudo sostener, aún sin certezas. Una mujer que para él son todas las mujeres del mundo, una mujer, el misterio de esa mujer, el olor de esa mujer, el él que es él cuando piensa en esa mujer, el él que es cuando vive por esa mujer, la lucha de esa
mujer la hacen el mundo.
En eso, se conectó, la mujer en cuestión apareció en línea, eran 6:32, martes, era el momento del "buenos días", del "que te vaya bien en el trabajo", del "cómo pasaste la noche y abrigate que hace frío", del "te prometo que hoy lo dejo". Eran 6:32 y ella por fin estaba en línea. Él seguía mirando la pantalla, amagando a escribir, imaginando un texto que generara alegría y dejara el espacio específico para responder, que no le quedara otra, que si no respondiera se sintiera en deuda y que la deuda la pagara en besos, nada de cheques al portador. Pero llegaron las 6:33 y nada sucedió.
El tipo dio un sorbo, lo bajó a la mesa y, con un movimiento involuntario, volcó un poco. No lo limpió. Entonces le escribió, no amagó más, le escribió la primera boludez que le vino a la mente, nada de genialidades, era una necesidad, algo vital a esta altura: tenía que saber de ella. Pero nadie respondía, ni siquiera llegaba el mensaje, ni siquiera aparecían las dos tildes grises en borde derecho. 6:32 última conexión. Y ahí comprendió todo, supo todo, supo por qué ella no lo despidió anoche, supo por qué por primera vez en meses no lo despidió, supo por qué le pasa lo que le pasa, se lo confirmó todo, solo, solito. Lo supo porque el silencio le habló, le recordó que ella había estado en otra parte, acompañada, había estado abrazada a otro pecho, había dormido en otro sitio que no era su casa, y que gozó, y que gimió, y que fue poseída por el demonio de la felicidad, que se olvidó el cargador o dejó el cargador en su casa o en el trabajo, y por eso no tenía batería y si llegaba a tener batería, había desconectado los datos, porque no quería responder, porque no se quería sentir en la obligación de responder un mensaje que estaba estructurado para inferir una respuesta, porque sabía que de este lado el tipo estaba en línea e iba a escribirle apenas se conectara, incluso si apenas lograra una tontera. Entonces, él supo o recordó que ella estaba en otra, en otro tema, en otra cosa, en otra cama.
  Entonces apoyó el celular junto al café y salió al patio, así como estaba, descalzo, semi desnudo, y miró hacia noroeste, hacia donde se escucha el ir y venir de los motores por la avenida, hacia donde ella debería estar cruzando en un auto, tal vez escuchando su tema; y respiró profundo, más profundo todavía, hasta convencerse que sentía el olor, ese olor único y particular, ese perfume de mujer llegando desde un auto que ya estaba subiendo a la autopista. Era hora de hacer algo, aunque no supiera qué, ni cómo.
En la mesa, el café lo esperaba, helado. La zamba seguía sonando en su cabeza. Junto al café, brillaba la foto de esta mujer, sola, sonriente, que un segundo después de apagarse la pantalla, volvió a ser la de dos.

Eduardo Vardé


domingo, 9 de octubre de 2016

La canción más triste del mundo - Marcelo Adrián Sanchez / Going To A Town - Rufus Wainwright

No. De ninguna manera puede ser la canción más triste del mundo. Hay otras. Deceneas y decenas de
canciones más tristes que esta. Infinitas melodías que te atraviesan el alma. Innumerables letras que te
dejan tirado como un trapo viejo. Sin embargo, cada vez que escucho esta canción, siento que las células
del cuerpo se me desparramaran por el piso como bolitas que se caen de un frasco roto. Y ruedan en todas
direcciones. Rebotan contra las patas de la mesa. Golpean contra el zócalo. Se pierden en los rincones más
oscuros de la casa. Y andá a encontrarlas después.
Será, tal vez, la voz de Rufus su principal condimento. Sí, tal vez. La voz de Rufus es triste. Será además la
melodía, envuelta siempre en una inmensa nube melancólica. En fin, de nada estoy seguro, pero cada vez
que la escucho siento que es la canción más triste del mundo. Ahora mismo está de fondo mientras escribo.
Y las bolitas ruedan por todo el piso. Montadas en acordes otoñales de piano. Sacudidas por delicados
golpes de batería. Huyen hacia algún pueblo. Devastado, tal vez. Llevando a cuestas su propia vida.
Dejando atrás este frasco roto. Como la tarde que te fuiste para siempre. Y al abrir la puerta una melodía
entró sin pedir permiso, como esas brisas que se aprovechan de las ventanas abiertas. Vos te ibas y ella
llegaba. No tuve más remedio que escucharla, y sentir en este momento, que era la canción más triste del
mundo.
Marcelo Adrián Sánchez

miércoles, 5 de octubre de 2016

Ya se viene el invierno - Damián Scokin / Fear Of The Dark - Iron Maiden

Parece una historia de ficción pero llegada cierta hora, todas las percepciones cambian, mi mente se divide en dos y un barullo comienza progresivamente a cubrir el silencio en mi cabeza, desconfiando de todo, agrandándolo todo, el vórtice de lo inconcebible se abre de par en par.
El mundo bajo el imperio dominante de la claridad, su espectro visible se debilita, muta y se transfigura en su opuesto, lo que fuera un ambiente tranquilo y ordinario puede mostrar sus aristas ocultas.
Cuando la luz empieza a cambiar, a veces me siento un poco extraño, un poco inquieto cuando está obscuro mi cerebro se le da por jugar de manera perversa, alterando la naturaleza de lo real y lo imaginario, sacando a relucir su bagaje de sonidos y psicofonías, sombras danzantes y sigilosas, pisadas en el vacío y objetos que se mueven y arrastran sobre mi techo aunque valga aclarar que vivo en un último piso y no tenga terraza.
Encima se viene el invierno, no tengo problemas con el frío, no me malinterpreten, es peor que eso, es el acortamiento del día y lo que trae aparejado, el tiempo empieza a sostener lentamente su cuchillo con dos dedos balanceándolo sobre mi cabeza, como jugando; un vacío oscuro, negro, cerrado y asfixiante.
Puede que el lector lo tome a exageración, producto de la lucha del subconsciente, no lo sé, tengo temor constante de que haya algo cerca, una amenaza inminente, en cuestión de segundos el infierno puede contraatacar, como un caballo de Troya; la ansiedad cabalga  marcando su trote en mi pecho, sus palpitaciones golpean insistentemente a medida que el atardecer sube el telón de la noche y Fobos sale a escena mostrando sus dientes y acariciando mis hombros.
Las pupilas se agrandan en búsqueda de la ansiada luz que entra al cristalino y se proyecta sobre la retina transformándose en impulsos nerviosos directo a mi cerebro, lo recibe sediento, famélico, con ansias de acostumbrarse a la oscuridad, pero no ve su resplandor, solo una oscuridad visible, sombras, reflejos ampliados grotescamente y la dilatación de una pesadilla. Es increíble que lo mas trivial en la completa opacidad y silencio agite mi imaginación con tan poco, una parte de mí está convencida de que todo esto no es más que un monólogo surrealista, si fuera un dibujo animado tendría un angelito y a un demonio agitándome sobre la cabeza, debatiendo incansablemente sobre qué sabemos nosotros del mundo y del universo que nos rodea, nuestros medios de percepción son absurdamente escasos y a comparación con algunos animales, bastante pobres, lo que nos podría dejar a merced de una naturaleza desconocida y tal vez…tal vez no tan benévola. Nos confiamos de la tecnología y de la seguridad que nos pueda proveer, pero está calibrada bajo los parámetros de nuestros cinco sentidos arcaicos, corremos en desventaja, no es solo mi fobia, estoy convencido de la existencia de ese mundo extraño e inaccesible, o al menos nadie me ha convencido de lo contrario, lo que alimenta a las sombras, lo que hace aullar a los perros y erizarles la piel, el promotor de los murmullos imaginarios, esos ojos invisibles que observan desde lo etéreo y me hielan la sangre.
Alucinación o no, he visto con mis propios ojos a la noche cerrada abrir sus fauces y el resplandor de sus hilillos de saliva viscosa. Aguardándome.
Damián Scokin

domingo, 2 de octubre de 2016

90125 - Fernando Figueras / Owner Of A Lonely Heart - Yes

En 1984 yo era adolescente, es decir, eterno. Despreocupado por el paso del tiempo, dedicaba mis horas a pasear (pavear, según la mirada adulta) por donde me llevara el camino.
Durante mis paveos (paseos, según la opinión que me importaba) solía entrar en cualquier disquería. Una tarde de caminata escuché un riff que me llamó la atención. Eran cinco toques perfectos. Ya lo había oído en la radio pero no sabía a qué tema pertenecía. Entré en la disquería y me quedé escuchando. Promediando el tema le pregunté al vendedor qué era lo que estaba sonando. “Yes”, me dijo. “Dueño de un corazón solitario”, agregó y me señaló el disco que estaba exhibido. La tapa tenía el nombre de la banda y un número: 90125. “¿Se llama así?”, le pregunté. El tipo dijo que sí con la cabeza y levantó los hombros.
El nombre era horrible, pero como los seres eternos tienen predilección por lo espantoso, quedé fascinado. No quise saber por qué se llamaba así; por aquel entonces me gustaban los enigmas. Simplemente, desde ese momento 90125 se convirtió en mi número fetiche. Comencé a usarlo en cualquier ocasión, sin sentido.
Una mañana, la profesora de Geografía me preguntó no sé qué cosa sobre los vientos alisios. “90125”, le respondí y supe que era un número mágico, porque me saqué un diez.
Lo pronuncié braceando contracorriente; tripulando ascensores detenidos y visitando Terapias Intensivas. Nunca me falló.
Hasta que un día un amigo me contó que se trataba del número de catálogo del disco. ¡Adiós al misterio! Al conocer ese dato, la condición prodigiosa de “90125” dejó de existir. Fue una de las cosas que más me dolió perder. Eso y la sensación de eternidad.
Fernando Figueras