Extraño a mamá. Me duele su ausencia; y la gente de aquí es claro que no va a venir a atenderme, porque no les importa. No van a mirar bajo mi cama para notar el terrible peligro que me ronda. Saben que es verdad, conocen lo que está bajo mío y hasta lo que planea hacerme, pero no harán nada al respecto. Según ellos tengo que arreglármelas solo.
Puedo sentirlo ahí abajo moviéndose, haciendo pequeños chasquidos cada vez que me espía. Si presto mucha atención puedo oír incluso su respiración. Sé que sólo espera mi sueño para apoyar sus garras, primero sobre el colchón y luego sobre mí. Sobre mi pecho, seguro; o no, más bien sobre mi boca para que no grite. Aunque si gritara seguro a nadie de aquí le importaría. Lo que espera bajo mi cama podría matarme y a ninguna persona le movería un pelo.
Me gustaría que estuviese mamá. Le pediría perdón por las cosas malas que hice, por ser un mal pibe, alguien terrible. Ella entendería. Le explicaría que no importa lo malo que pueda ser uno, ni los peores de los peores merecen este padecimiento que vivo ahora. Sentir cada segundo pasar en la noche con los ojos abiertos, compartiendo espacio con lo que en cualquier momento va a matarte. Tal vez lo peor es eso, saber que vas a morir y no saber cuándo. Podría ser al final de este último pensamiento. Seguramente será tiempo después de que apaguen las luces. Apagan todas al mismo tiempo y sin compasión. A veces ruego que la luz de la luna penetre profunda por la ventana, es lo más cerca que puedo estar de aquella puerta abierta que dejaba mamá para que entre la luz del pasillo. Sigo sintiendo los mismos crujidos bajo mi colchón que indican que se está moviendo, siento su respiración de nuevo y cómo desenfunda sus garras y sus puñales.
Esta es mi última noche. No creo estar dormido para cuando surja de abajo de mi cama. Tal vez este es el momento, ya que el último guardia acaba de irse. Y todas nuestras celdas ya están cerradas.
Ezequiel Olasagasti
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