Las maestras del jardín nos habían llevado de excursión al Planetario, ese teatro con forma de esfera enorme que desafiaba la cuadratura del resto de las construcciones.
A nosotros nos gustaban mucho los paseos. En parte porque rompían la rutina de la sala, pero también por la aventura del viaje de una hora en micro mientras merendábamos y le cantábamos a los gritos “chofer, chofer” al conductor, un viejo malhumorado que protestaba y le exigía a la señorita que pusiera orden.
Exigencia de orden: signo de aquellos tiempos.
Yo quería ser la novia de Sebastián, unos de mis compañeros. Habíamos actuado juntos para el 25 de mayo. A él le tocó hacer de granadero y a mí, de dama antigua. Bailamos el vals más torpe que se recuerde pero fui feliz con mi vestido celeste con puntillas y ese galán que me guiaba y pisaba al mismo tiempo.
El día del Planetario me senté a su lado en el teatro. Cuando la sala se oscureció y tuvimos que reclinarnos hacia atrás para ver las imágenes que proyectaba la hormiga gigante ubicada en el centro, yo exhalé en un suspiro ahogado. Él llegó a escucharlo y, canchero, soplándose el flequillo largo, me dijo que no me asustara. Que su hermano más grande ya había ido y no había nada que diera miedo.
Le sonreí nerviosa y él me tomó de la mano. Nos quedamos así, miramos ese cielo falso que se abría por encima de nosotros y comenzamos a flotar juntos, a recorrer el espacio. Atravesamos nebulosas, evitamos agujeros negros, jugamos a adivinar constelaciones. Esquivamos meteoritos y pedimos deseos a las estrellas fugaces. Quisimos visitar el planeta del Principito, pero no estaba.
Desafiamos la gravedad y el silencio interminable con nuestras risas.
Continuamos ese viaje maravilloso hasta que la señorita tiró del cable de seguridad de nuestra nave invisible para avisarnos que era hora de partir.
Regreso forzoso a la Tierra.
En el viaje de vuelta nos sentamos juntos y nos quedamos dormidos, hombro con hombro. Al llegar al jardín me dio un beso en la mejilla. Rápido, furtivo. Prohibido, como todo en aquellos días.
No dejé que mamá me lavara ese lado de la cara por semanas. Mis amigas se burlaban “tiene novio, tiene novio”.
Ese año egresamos y al siguiente empecé en uno con primaria, secundaria, uniforme y religión.
Él fue a otro y una noche, sin despedirse, su familia se mudó de barrio.
Nunca más supe de él.
María Victoria Vázquez
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