Observamos el paisaje. Respiramos aquel aire de salvación y de vida, pusimos música en nuestros oídos y nos dejamos abrazar por el tiempo y el movimiento del vagón que iba a una velocidad indescifrable. Al mirar por la ventana, vimos témpanos de verde, pradera, montañas, desniveles de texturas y un cielo inmenso, precioso, que rompía con sus rayos cada centímetro de tierra roja, dejándola molida. Algunas horas más tarde nos pusimos a conversar sobre lo ocurrido; sobre ese fantasma que se había vestido de negro y que, finalmente, había quedado a kilómetros luz en el pasado. ¿Te das cuenta de todo?, pregunté. La paz había llegado. Ya no nos opacaría más aquel loop de ausencia que tenía que ver más con la muerte que con la vida o el amor. También hablamos sobre el presente —el único tiempo que verdaderamente importa— en cómo nuestro ahora se había construido de esta forma y en cómo se había dado nuestro universo, pero —sobre todo—, en cuan vital había sido confiar en nosotros mismos y en lo que sentimos, porque ese “pequeño” paso había sido el motor de encuentro con la verdad. Lo que estábamos viviendo era un reflejo de lo que habíamos deseado y de aquello que necesitábamos para afianzar aún más nuestros pies ¿y qué otra cosa se necesita para volar, más que el amor? Ante el arrebato de felicidad nos besamos y nuestros labios, como galaxias, estallaron. Nubes de colores se desprendieron por nuestras bocas y mil planetas desprendieron sus volcanes sobre nosotros; todo se tiñó de mil texturas y los destellos de cielo quedaron flotando en el aire.
Próxima estación, anunciaron por el altavoz, y nosotros estábamos más allá de las estrellas. Con vos hasta lo más lejos que exista en el camino, le dije a Tommy en el oído, y de la mano caminamos más fuertes que nunca, más enteros, más unidos.
Angie Pagnotta
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