domingo, 18 de septiembre de 2016

Por qué hay una canción de Frank Zappa que me hace llorar - Analía Pinto / St Etienne - Frank Zappa

Cuando empecé a escuchar a Frank Zappa, Él (el protagonista masculino de mi novela autobiográfica) no existía aún en mi vida. Yo tenía trece o catorce años, los suficientes ya para ser una de esas melómanas irredentas que devoran música como poco más tarde devoraría libros. Esos trece o catorce años también eran suficientes para escuchar Radio Bangkok, el inmortal programa de Lalo Mir y compañía en Rock N’ Pop. Siempre pasaban “Bobby Brown goes down” (que bien puede caratularse como el único hit de FZ, en el sentido de “canción muy escuchada en las radios mainstream”) y alguna vez creo que la versión de “Stairway to heaven”, pero no estoy segura. Puede que se trate de uno de esos falsos recuerdos, con los que a nuestra mente le encanta jugar.
Pero los años pasaban y hasta ahí llegaba mi conocimiento del monstruo de los ingenios musicales. Si Lope de Vega fue el monstruo de los ingenios literarios, FZ bien puede serlo de los musicales, habida cuenta de su larga producción discográfica, imparable hasta hoy día, a pesar de la supuesta desventaja que representaría el hecho de que haya muerto en 1993. Los años pasaban y entonces llegó Él a mi vida, que era músico, que era hermoso, que nunca era mío, que después se casó con mi (ex) mejor amiga. Llegó Él y además de su belleza indómita y su pelo largo trajo a FZ de nuevo a mi vida. Y mientras más nos frecuentábamos, más lo escuchaba yo a FZ al tiempo que lo escuchaba a él y me enamoraba más, si acaso era posible (no era posible, no, enamorarse más de alguien).
Y un día Él me prestó uno de sus discos, The best band you never heard in your life, un disco presuntamente en vivo, pero no, porque en realidad es la prueba de sonido (o así cuenta la leyenda), y tiene, sí, aquella versión de “Stairway to heaven” que yo creo haber escuchado en Radio Bangkok, pero no puedo asegurarlo, y la versión de “Purple haze” y además el “Bolero” de Ravel. Siguiendo en el tiempo y siguiendo el hilo (¿rojo, azul, violeta?) de nuestro amor prohibido empecé a escucharlo todavía más seguido a FZ, cada vez que iba a su casa y él ensayaba su versión de “Zoot allures”, que es, que hace por lo menos quince años es, uno de mis temas favoritos de FZ. Y también nos reíamos a coro de las letras desopilantes de FZ, también nos atisbábamos aunque estuviera prohibido, también queríamos irnos juntos y muy lejos a escuchar FZ tranquilos, aunque todavía nadie dijera nada.
Entonces un día alguien lo dijo, quizás Él, quizás yo (sin decirlo), y FZ se transformó en santo y seña, en una de las cosas que “nos unían”, en otra forma de gustarnos y desearnos, en parte integral de nuestro mito, de nuestra burbuja, de la cosmogonía privada que instantáneamente fabrican dos que se aman. Y un día Él llegó, como siempre llegaba, de noche, tarde, escapado (del trabajo, de su mujer, de su banda) y me regaló los CD de 200 motels y de Sheik Yerbouti y también el disco con su propia música, donde la tantas veces ensayada versión de “Zoot allures” se había al fin corporizado y sonaba incesante como el vibrato de su guitarra en mi habitación de poeta y amante. Después hubo peleas, separaciones, distancias, y luego regresos, reconciliaciones, promesas y FZ siempre estaba.
Y allí seguía estando cuando todo hizo eclosión, cuando llegamos al punto en el que Él dijo la verdad, dijo que me amaba a mí, que siempre me había amado a mí, que se iba, al fin, a separar (y yo dudaba y no creía y pensaba porque yo había salido de testigo en el civil y cómo creer y cómo no dudar pero cómo no creer si Él me lo dijo y luego fue y lo hizo) y una de las tantas noches que entonces vivimos se vio coronada por una canción de FZ a la que hasta entonces no le había prestado mayor atención (¡son tantas! ¡hay discos que todavía no los escuché enteros!), pero que a partir de ese momento se convirtió, todas las veces que la he escuchado, en un fuego que me empuña, en una brasa que me envuelve, en una lágrima ardiente y viva.

No, no es el tipo de noche que seguramente se están imaginando. Aunque de esas hubo muchas antes y después y mucho después de ese momento, pero no. Aquella noche habíamos estado hablando por teléfono varias horas. Esta circunstancia se producía porque mi (ex) mejor amiga pasaba, por su trabajo, todo un día fuera de su casa y Él aprovechaba entonces para “escucharme” (a Él le encantaba escucharme). Y mientras nos escuchábamos tanto, Él deslizó una propuesta delirante: “vení a casa, ahora”. Porque Él era así. Quería algo y lo quería ya. Y yo era peor, porque luego de las negativas de rigor, dije “está bien, ahora voy”.
Y fui.
A la casa donde Él todavía vivía con mi (ex) mejor amiga, aunque ya le había dicho o estaba por decirle que nosotros, etc. A la casa donde él tenía sus instrumentos, a la casa desde donde él todas las mañanas me escribía que me amaba, por las tardes me llamaba y me lo seguía diciendo y por las noches componía y ensayaba su música loca y excelsa (salvo las noches en las que practicaba sus arpegios con mi cuerpo y con la tonta de mi alma). Fui al lugar donde nunca tendría que haber ido, al lugar donde yo no pertenecía, pero el caso era que nunca había querido más que pertenecer a ese lugar.
Cómo no ir. Por qué ir. Para qué ir. Para qué fui.
Preguntas que todavía no logro contestar aunque han pasado casi diez años desde esa noche.

Esa noche, entre susurros y peleas, entre sus instrumentos y sus hijos que dormían en la otra habitación, una de las tantas canciones que sonó fue esta: “St. Etienne” de FZ. Esa a la que hasta ese momento yo no le había dado mucha bola. Esa que desde entonces y ahora y para siempre no puedo escuchar sin largarme a llorar.
Analía Pinto

2 comentarios: