viernes, 23 de diciembre de 2016

Feliz cumpleaños - Helga Fernández / No es mi despedida - Gilda

En su cara, hoy, habita una sombra distinta a la habitual. No es ni más oscura ni más clara, es otra. La miro. La veo. Le acarició la mejilla, como si el sentir se pudiera palpar. y, le pregunto si está bien.

Al principio, titubea. Después me cuenta que hoy, 2 de septiembre de 2016, su hija Mara, cumpliría 31 años. Dice que el señor que cuida la tumba la corrigió: - No cumpliría, cumple.

Como se trata de un día especial, en el cementerio se encontró con la ex-pareja de su hija, Alejandro. Él, estaba con su pareja actual, una torta de chocolate para el festejo y un banquito blanco, de esos de plástico, porque va poco, pero cuando va, está horas. Permanece. Acampa. Le habla. Toma mate con ella. Le pregunta por qué hizo lo que hizo. Que por qué lo dejó. Que cómo pudo hacer semejante cosa.

A ella no le cayó mal que estuviera con otra. Porque igual él se acordaba de su hija y llevaba colgada una cadenita con la cara grabada de Mara. Justo en el momento en que vio esa imagen, comprendió que él tenía que continuar con su vida. El enojo que todavía tenía, se desvaneció. Además, esta otra chica, estaba acompañándolo justo ese día y en esa situación. Algo que valoró mucho, dijo.

Parece que cuando en el transcurso de la conversación la piba se fue dando cuenta de que ella no se asustaba de nada, se animó a contarle que siempre acompaña a Alejandro al cementerio y que, para pasar el tiempo, lleva un cuaderno en el que le escribe cartas a Mara. No la conoció, pero si Ale la ama, yo también, me dijo que le dijo. Ahí fue cuando Alejandro le confesó que a veces creía que en esta piba estaba su hija. Ella la miró y pensó que no podía ser, le dio gracia, porque su Marita era una belleza y la piba ésta, en ese sentido, no le llega ni a talones. Al rato la volvió a mirar con un poco más de cariño y pensó que tal vez le llegaba a las rodillas.

Mientras me contaba, reflexionó que, quizá, a él se le daba por pensar eso porque la piba lo debía escuchar hablar de su hija, dale que te dale, y entonces confundía los tantos, las identidades. No sé si me entendés, me dijo. La piba agregó que, de tanto en tanto, ella misma también cree ser Mara, porque si no hubiera nacido ochomesina,  lo más probable es que hubiera caído en este puto mundo el 2 de septiembre del mismo año en que su hija nació.

Esta piba ledijo, mientras fumaba paco en una pipa violeta, que ella entendía muy bien a Mara, porque, después de haber estado un tiempo limpia, seguro que se había dado cuenta de que tenía nafta para hacer lo que hizo y prefirió no seguir lastimando a nadie, mucho menos a su hijito. A ella, esa explicación le pareció acertada. Cree que su hija, a diferencia de ella misma, pudo dejar a su hijo con su abuela y tomar semejante decisión, como un acto de amor. "Si no se podía cuidar ni a ella, imaginate vos qué iba andar haciendo con una criatura a cuestas, -me dijo-. Además hay que ser muy valiente para hacer lo que hizo. Y, no sólo lo que hizo, sino también cómo lo hizo. No se ahogó. No dejó encendida la llave del gas. No se pegó un tiro. No se tiró del piso once. No se fue como una cagona que se mata mientras está dormida, para no tener que ser consciente del último instante. Tampoco como una impulsiva, que con el fervor de un rapto se arroja o se lastima. Pensó paso por paso la manera de ejecutar su último acto. Tuvo que haber ido a la ferretería, comprar la soga, medido los centímetros necesarios para no fallar, enganchado una punta en el ventilador y otra en su cuello. Y por último, sacar los pies de las mesa, perder la apoyatura y sentir la última gota de aliento, el último suspiro de vida. Y en medio de todo eso, haber escrito sus últimas palabras que dejó en una carta. Una carta que ella nunca pudo leer porque fue incautada por la policía que intervino en el siniestro.

Una vez que lo hablado terminó de reblandecer los enojos y reproches del pasado, se acomodaron junto a la tumba, prendieron las velitas y todos juntos, incluido el sepulturero, le cantaron el feliz cumpleaños a Marita. También cantaron una canción que a ella le gustaba mucho. Una de Gilda y que llevaba tatuada en su espalda: "No pienses que voy a dejarte/ No es mi despedida/ Una pausa en nuestra vida/ Un silencio entre tú y yo.

Para brindar y seguir honrando a Mara, la piba le convidó ginebra, camuflada en una botellita de agua mineral. A pesar de que ella ya no toma, no podía despreciarla. Menos, después de todo lo que había dicho y escrito esta piba sobre su hija. Así, que sólo le sacó el luto a la viuda, como quien dice, o le dio un besito al pico. "Pero, la verdad, es que a mí este luto no me lo saca nada ni nadie, -dijo."

Helga Fernández


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