Recuerdo la primera vez que la vi. Me acuerdo bien porque fue la única. Ella apareció en mi habitación, con una linterna encendida. Había venido a cuidarme. Yo tenía once años y ella por lo menos veintidós. Y de pronto empezó a bailar, como si yo fuese otro, en esa oscuridad teñida por una tenue luz. Es verdad que no la llegaba a distinguir con claridad, sin embargo cada momento de esa danza permanece, definitivo, hipnotizándome, en mi memoria –sobre todo sus pies, sus hermosos pies de algodón que se movían con plena conciencia de que esa noche sería la última–, pero no su rostro, por el que hasta hoy me sigo preguntando; ella, que no se parecía a ninguna palabra –no se parecía ni siquiera a la palabra nunca–, moviéndose sobre la alfombra, revoloteando una linterna que apenas iluminaba, y yo, incapaz de reconocer o retener algo más que su contorno.
Fue quizás tan sólo un minuto, aunque un minuto puede ser definitivo en una vida: ella se ha convertido en fantasma, en el fantasma del amor, que sigo buscando –después de veinte años sigo buscando–, hechizado por su embrujo, o que me persigue –después de veinte años me persigue– porque tal vez, quién sabe, ella también tiene miedo de perderme.
Fue quizás tan sólo un minuto, aunque un minuto puede ser definitivo en una vida: ella se ha convertido en fantasma, en el fantasma del amor, que sigo buscando –después de veinte años sigo buscando–, hechizado por su embrujo, o que me persigue –después de veinte años me persigue– porque tal vez, quién sabe, ella también tiene miedo de perderme.
Manuel Quaranta
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